—Hasta aquí puedo llegar —dijo de pronto el Mago del Agua—. Para seguir adelante tienen que hacerlo sin mí, es la clave para conseguir lo que tanto deseas. Solo alguien de tu pueblo puede pedir que se le devuelva el esplendor que tuvo en el pasado, pero para eso tienes que llegar al Corazón del Agua. Tú has sido el elegido, es una oportunidad que no se le dará a nadie nunca más.
—No puede dejarnos ahora, ¿cómo encontraremos el camino?
—No te preocupes, eres un chico valiente y tienes a tu fiel amigo Sico. Te dejaré mi medallón. Si necesitas ayuda, apriétalo con fuerza y grita mi nombre —y, dicho esto, le colocó el medallón al cuello—. Recuerda que haz de usarlo en caso de apuroApuro Apuro: Situación comprometida que no se sabe resolver o superar, o en la que no se sabe cómo reaccionar o actuar. y una sola vez.
«¡Veeez!», repitió el eco al tiempo que el mago desaparecía envuelto en una nube blanquecina.
—¿Y ahora qué hacemos?
Marcos se dirigió a Sico con las manos extendidas. El perro, sentado sobre las patas traseras, abrió sus grandes ojos negros y lo miró fijamente con la cabeza ladeada y el gesto confuso.
—Bueno, seguiremos adelante —dijo mirando el medallón; convencido de que todo iría bien, repitió las palabras—: ¡En caso de apuro y una sola vez!
Enseguida tomaron la dirección en la que se vislumbrabaVislumbraba Vislumbrar: Ver una cosa de manera imprecisa un pequeño resplandor. Terminar de atravesar la galería fue un tormento para Marcos, porque cada pocos pasos Sico retrocedía temeroso, con los ojos fuera de sus órbitas, refunfuñando en señal de protesta. La escasa visibilidad hacía que las luces y las sombras crearan el efecto de un verdadero pasillo de los horrores.
El resplandor aumentó a medida que se acercaban a la abertura que los condujo a un gran depósito de rocas de sal. Lo cruzaron por estrechos cañones de paredes blancas donde la luz se reflejaba de manera intensa, tanto que los cristales de sal les cegaban la vista.
Con alivio, dejaron a la derecha una corriente desbocada proveniente de otra galería que caía como un velo espumoso por un peligroso desfiladero.
—¡No mires abajo, Sico! ¡Ánimo! Ya debemos estar cerca.
«¿Quién dijo vértigo?», pensó Marcos.
Caminaron con mucha precaución para que las rocas salientes, afiladas y cortantes no los rozaran. Por si esto fuera poco, se encontraron de frente con un gran bloque de hielo que les cerró el paso. Marcos estaba angustiado, empezaba a preocuparle hallar tantos contratiempos. El problema ahora era encontrar una salida. Aquel obstáculo iba a poner fin al sueño de poder alcanzar el Corazón del Agua.
—Es muy alto y ancho, no podremos cruzarlo —dijo desanimado esperando una solución milagrosa.
Sico se rascó una oreja y se puso a inspeccionar el terreno con un inquieto trotecillo, rastreando como un buen sabueso, olfateando con el cuello estirado y el rabo en alto. Por pura casualidad, a un lado del muro helado encontró un agujero por el que, decidido, metió la cabeza.
—¡No, Sico no, vuelve!
Pero Sico ya había metido el cuerpo entero en el hueco. Marcos se agachó y lo siguió gateando. Lo llamaba sin que el perro le hiciera ningún caso y sin que en ningún momento se detuviera.
—¡Mira que eres testarudo! —le recriminó.
Allá abajo la oscuridad era completa y el frío se hacía notar. Solo se oían los olisqueos de Sico. El instinto canino y su refinado olfato le guiaban con astucia por el camino acertado, arrastrándose como un gusano por lo que parecía ser un pasadizo secreto. Por suerte, encontró la salida después de deslizarse por una especie de tobogán muy divertido. Marcos aplaudió y lo colmó de abrazos y tiernos halagos.
—Estupendo, Sico. ¡Eres genial! Te debo un hueso, y bien grande.
Siempre adelante, desembocaron en una explanada que, a modo de espectacular mirador, ofrecía la visión de una gigantesca masa de agua bajo sus pies.
Marcos se inclinó y, asomado a lo que le pareció un espejismo, vio que era imposible alcanzar con la vista la otra orilla del grandioso lago subterráneo, con las aguas más limpias y transparentes que jamás imaginó.
Sobre la superficie del lago se reflejaba la altísima bóveda del techo, iluminada por la luz que emitían miles de insectos fluorescentes semejantes a pequeñas candelillas. Juntos formaban una brillante luminaria central que permitía ver claramente la increíble majestuosidad de la cripta, adornada como un jardín de piedras coloreadas con vetas rocosas en tonos verdes, rojos y azules. Una obra maestra de la naturaleza que parecía haber sido esculpida por expertos labrantes.
—¡Qué maravilla! Me parece estar soñando.
El agua quieta brillaba con reflejos cristalinos. Todo era silencio y paz, no había visto nunca nada tan hermoso.
—Es el Reino del Agua —le susurró una vocecilla a sus espaldas—. Estamos por debajo del nivel del mar.
—¿Es agua salada? —preguntó Marcos sin reparar en quien le hablaba, ya que permanecía absorto ante la belleza del impresionante paraíso acuático al que no daba crédito.
—No, es dulce; es decir, potable… Vamos, que se puede beber.
La graciosa criatura tiró al lago lo que parecía ser un manojo de hierbas olorosas que, al contacto con el agua, desprendían vapores y estos ascendían en forma de pequeñas nubecillas que se deshacían en gotas de lluvia perfumada.
—¿Cómo has hecho eso? ¿Es así como ha llegado toda esta agua hasta aquí?
—No, no, procede del agua de lluvia y nieve filtrada a través de la tierra o las rocas porosas a lo largo de miles de años. Se acumula en grandes cantidades en esta y otras cavidades en las entrañas de la Tierra.
—Es increíble —musitó ensimismado.
A todo esto, aún no se había dado cuenta de que quien le hablaba era un diminuto y simpático ser de cuerpecillo ligero, carita redonda y ojos vivarachos color turquesa.
Sico empezó a juguetear a su alrededor armando tal alboroto que Marcos salió de su ensoñación y descubrió el motivo del ajetreo. Sorprendido preguntó:
—¿Eres por casualidad una duende?
—No, soy una ninfa de agua y sé por qué estás aquí —contestó con dulzura.
—¿Ah, sí? Pues entonces puedes ayudarnos —le rogó esperanzado—. Seguro que sabes cómo llegar al Corazón del Agua.
—Claro que lo sé. ¡Ji, ji! Atraviesa el lago. ¡Ji, ji! ¡Adiooós!
—¡No te vayas, por favor! —le suplicó inútilmente viendo cómo la ninfa daba un formidable salto y se sumergía al instante—. ¡Vaya, otra vez solos! —se lamentó encogiéndose de hombros—, pero no he llegado hasta aquí para irme sin conseguirlo. Seguiremos adelante. ¡En marcha!