–Buenos días, ustedes conocen a don Feliciano Silva, yo hablo en su nombre. Don Feliciano vendrá esta tarde al teatro, es el cumpleaños de su hija –a mí me cambió el semblante–. Como regalo le ofrecerá un recital de Enrico Caruso, el conocido tenorTenor Tenor: Cantante que tiene esta voz. italiano. Todos saben que a don Feliciano le gusta disfrutar las actuaciones solo, o en compañía de su hija como es el caso, sin que lo molesten. Hoy no va a ser una excepción. Por la naturaleza de la estrella invitada, don Feliciano quería que yo fuera en persona quien les dijera esto y les pidiera por favor que no se atrevan a abrir la bocaAbrir la boca Abrir la boca: Contar algo. fuera de aquí sobre lo que va a ocurrir esta noche en este teatro. De lo contrario… –se abrió la chaqueta y sacó una pistola Luger Parabellum con la que nos apuntó.
Fue una experiencia sobrecogedora, pero no me amilanó. Toqué a rebatoToqué a rebato Toqué a rebato: Convoqué. a mi estado mayor para las tres de la tarde, tras la comida. Allí llegaron como clavos para urdirUrdir Urdir: Pensar, idear. entre todos el plan perfecto. Nos reunimos en el barranco del Guiniguada, a la sombra de un enorme ficus que se elevaba soberbio a las alturas. A pesar de que el afectado de amor era yo, todos habían hecho suya la causa de la Operación Esmeralda: el Gafas había hecho un plano del teatro; el Mudo insistía en que él era capaz de entretener con su labia infinita a los esbirrosEsbirros Esbirro: Individuo que sirve a quien le paga para cumplir cualquier orden de su superior o para protegerlo. de don Feliciano; el Huevo Duro se empeñaba en que podía robar el RollsRoyce; el Galleta lo tenía claro, había que acabar primero con aquellos cerdos que custodiaban a don Feliciano y luego con este si hacía falta, la pena era que solo disponía de su navaja y para aquella batalla debería contar al menos con una metralleta. Aquello iba de mal en peor, hasta el punto de que quise evadirme por un instante subiéndome en el ficus con la facilidad con la que acostumbraba. Allí, colgado como un mono, haciendo honor a mi apodoApodo Apodo: Dichete, mote., vislumbré lo más parecido a un plan con cierta garantía de éxito; pero necesitaba contar con un cómplice dentro del teatro.
Archivo por meses: Oct PM
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Encontré a Olegario durmiendo los estertoresEstertores Estertor: Respiración fuerte. de una formidable siesta; no parecían haberle hecho gran mella las amenazas vertidas por el chófer de don Feliciano. Le di un par de empujones para que despertara. Mientras se desperezaba dando unos bostezos de cíclopeCíclope Cíclope: Miembro de una raza de gigantes con un solo ojo en mitad de la frente. y estirando los largos brazos como aspas de molino, yo había tomado mi libreta de ejercicios para escribir una carta a Leticia del Cielo. Iba a estar vigilada todo el rato, incluso si hubiera necesitado ir al servicio, estaba seguro de que más de un guardaespaldas la acompañaría. La solución que se me había ocurrido exigía atrevimiento, periciaPericia Pericia: Habilidad para realizar cierta clase de trabajo o actividad. y unos instantes de desconcierto; ahí entraba Olegario.
–¿Qué? ¿Tú estás loco? –se había levantado de la cama y no cesaba de dar vueltas sin parar por la menuda habitación con la palma de la mano en la frente.
–No hay otra forma de hacerlo.
–Pero tú, tú, tú… –no acertaba a encontrar las palabras, la angustia lo dominaba–; ¿tú no te das cuenta de quién es esa gente? Son unos asesinos que a las primeras de cambio te mandan al otro barrio.
–No se enterarán.
–No, claro, son idiotas. No se van a dar cuenta de que te descuelgas hasta el palcoPalco Palco: Espacio en forma de balcón con varios asientos que hay en los teatros. de don Feliciano desde el anfiteatroAnfiteatro Anfiteatro: Piso alto de cines o teatros, con asientos en gradería. y le das una carta a su hija. Y todo esto en medio del recital de Enrico Caruso, que debe de ser ciego para no verte él tampoco.
–Por eso te necesito.
–¿A mí?
–Tienes que dejar el teatro a oscuras.
–¿Qué?
–He hablado con los músicos y me han dicho que el Nessum dorma es la décima ariaAria Aria: Pieza musical creada para ser cantada por una voz solista sin coro. del concierto. Pues justo después de que Caruso haya dado el último do de pecho con el vinceró final, apagas las luces; tú eres el encargado de la iluminación, no sé, puedes decir que fue un despiste o que te trabucasteTrabucaste Trabucaste: Enredaste. con los mandos. Mientras yo, que iré todo vestido de negro y con este antifaz que he sacado de guardarropía, saltaré al palco de don Feliciano y le daré la carta a su hija. Cuentas hasta diez para encender las luces de nuevo; solo necesito diez segundos, con la sorpresa y la oscuridad no se darán cuenta de nada.
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–¿Cómo sabes que no te delatará?
–Porque somos almas gemelas y yo nunca la delataría.
–¿Almas gemelas? Pero si tú eres un crío al lado de ella, que es toda una mujer. ¿A ti quién te ha metido en la seseraSesera Sesera: Cabeza. esas boberías?
–Tú.
–¿Yo?, ¿cuándo? –alzó la voz molesto.
–Todas las veces que me has hablado de Altagracia, despierto o en los sueños revueltos de los que despertabas a media noche sudando. Me has contado lo cobarde que fuiste al dejarla allí, abandonada a su suerte, y lo desgraciado que has sido hasta que don Lucas te prometió un pasaje para regresar a Cuba para pedirle perdón de rodillas y que te deje vivir con ella aunque sea como un perrito a su lado. Sé que no te has ido por mí, pero cuando creas que ya puedo volar solo, meterás tus cuatro cosas en una maleta y te marcharás para siempre con Altagracia.
Enmudeció de repente y frenó en seco. Había estirado tanto su largo cuello que temí se fuera a quebrar. Luego metió las manos en los bolsillos de su pantalón, cabeceó un rato y salió de la habitación sin despegar los labios. Ahora sí que estaba seguro de que me iba a ayudar, había dado en el centro de la diana mentándoleMentándole Mentándole: Hablándole de... a Altagracia, había jugado la última carta que tenía bajo mi manga y tuve suerte. Olegario no pudo recriminarmeRecriminarme Recriminarme: Reprocharme. aquella aventura enloquecida porque se vio reflejado en mí, como si se estuviera contemplando en un espejo; había comprendido entonces que nadie, y mucho menos él, es capaz de juzgar los actos incontrolables que se llevan a cabo cuando el animal salvaje que es el amor mueve las palancas del mundo.
CUESTIONARIO
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Extremé las precauciones al máximo.
Como si estuviera entrando en un castillo lleno de enemigos, palpando las paredes con mi espalda, me encaminé a esconder el disfraz de enmascarado en un petate bajo uno de los asientos del anfiteatroAnfiteatro Anfiteatro: Piso alto de cines o teatros, con asientos en gradería., en el segundo piso, justo encima del palcoPalco Palco: Espacio en forma de balcón con varios asientos que hay en los teatros. central que ocuparían don Feliciano y Leticia del Cielo. Aproveché –estaba todavía la sala vacía– para ensayar el salto en dos ocasiones. Debía dejarme colgar, balancearme un poco y ¡zas!, tirarme en plancha. Para escapar, la cosa tenía algo más de dificultad, porque debía ponerme de pie en la barandilla manteniendo el equilibrio, con riesgo de resbalar y caer al patio de butacas; luego tendría que izarme a pulso ayudándome de los balaústres. Los ensayos me demostraron que estaba capacitado para hacerlo, así que gané confianza: el éxito de la Operación Esmeralda estaba asegurado. Me faltaba escribir la carta y esperar la hora del concierto.
A la encarecida y distinguida señorita Leticia del Cielo:
Me atrevo a escribirle estas líneas y a entregarle esta carta de la manera en que lo hago porque no he logrado acceder a usted de otro modo más correcto. Hoy hace cincuenta y cuatro días, casi dos meses, desde que la vi por última vez y en mis oídos aún suenan, como una música dulce, las palabras que me dedicó al acudir en mi ayuda. Nunca pensé que mi nombre pudiera convertirse en poesía, pero así fue cuando usted lo pronunció.
He vivido –¿o estoy muriendo?– este tiempo pensando sólo en el momento en que pueda estar junto a usted, los dos solos, para poder confesarle lo que en mi corazón guardo.
Por favor, si usted, como creí ver en sus ojos, también siente algo especial por mí, no me haga sufrir más y deme la esperanza en forma de una cita. Acudiré a donde y cuando usted me diga.
Suyo hasta la muerte.
Jorge Fernández Tabuenca
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En el Pérez Galdós flotaba un tenso nerviosismo. Don Servando, después de la amedrentadora visita del chófer de don Feliciano, tuvo que tomarse tres copazos de coñac para que la sangre le volviera al cuerpo. Estuvo en un tris de no salir del teatro hasta que llegara la noche y de no avisar ni siquiera a su familia, pero tenía una obligación moral con don Lucas, nacida de una entrañable amistad que había crecido al compás del placer por la música que ambos compartían, que superaba hasta la imagen terrorífica de la Luger Parabellum. En vez de enviarme a mí, como hacía casi siempre cuando requería la presencia del párroco, don Servando prefirió ir en persona hasta Santo Domingo, para saltarse el mandato del gnomo de don Feliciano y avisar a don Lucas de la presencia del maestro Caruso, y de paso confesarse. Tras la experiencia sufrida necesitaba que su alma recuperara la paz.
Don Lucas acudió eufórico al teatro junto a don Servando y le prometió que no saldría de nuestra habitación, desde donde podría presenciar el recital a través del ojo de buey disimulado en la pared sin ser descubierto. No obstante, antes de subir, había pasado por el escenario para dar su visto bueno a la afinación del Steinway; estaba perfecto, listo para la gloria. Don Lucas no paraba de hablarme del privilegio enorme que Dios había tenido a bien darnos con la oportunidad de escuchar en directo la voz de los ángeles, encarnada en Enrico Caruso. Me decía, y se cumplió, que no olvidaría jamás esa fecha en que vimos sobre las tablas del Pérez Galdós al napolitano de oro.
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Después de nuestra conversación, le había perdido la pista a Olegario, pero estaba convencido de que no me fallaría. Don Lucas seguía parloteando con más ahínco ante la inminencia del comienzo del espectáculo. Desde hacía un largo rato, no me había separado del ventanuco que daba a la calle, hasta que vi el morro inconfundible del RollsRoyce azul Prusia de don Feliciano. Pegué un respingo como si estuviera activado por un resorte, don Lucas se extrañó; pretexté que necesitaba ir al baño. Había dado comienzo por fin la misión. Me parapeté tras los barrotes de la escalera para ver de lejos la entrada triunfal de don Feliciano, que acompañaba a un hombre de rostro vivo y luminoso, que identifiqué con Caruso; tras ellos apareció, con un traje de pedrería en rosa, una princesa de cuento de hadas con el nombre de Leticia del Cielo.
Observé con extrañeza que don Feliciano portaba una cartera. Debía de ser muy importante para llevarla consigo en un evento como aquel.
Cruzó de inmediato como una centella por mi mente la idea de apoderarme de la cartera al deslizarme en el palcoPalco Palco: Espacio en forma de balcón con varios asientos que hay en los teatros., no para robarle sino para entregársela cuando este se diera cuenta de que la había extraviado. Quedaría ante él como el buen chico que le recuperó sus documentos perdidos, así me ganaría su confianza y no vería con malos ojos mis pretensiones hacia su hija. Total, la jugada que estaba a punto de comenzar era arriesgada, subir un poco más las apuestas no iba a modificar gran cosa las consecuencias. Me equivoqué por completo.
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Todos mis sentidos estaban puestos en calcular los movimientos que había de llevar a cabo, pero cuando empezó a cantar Caruso se voltearon incontrolables, como los girasoles hacia el sol, a buscar aquel sonido de terciopelo que brotaba de la garganta del napolitano. Don Lucas daba auténticos brincos de contento cuando aplaudía en sordina las arias. Nunca lo había visto tan alborozado. Fue al embocar la orquesta los acordes del Che gelida manina, cuando me puse en guardia. La próxima canción, la décima, era el Nessum dorma. Le musité a don Lucas que necesitaba ir al baño de nuevo, creo que no me oyó. Me precipité hacia el segundo piso. Los guardaespaldas de don Feliciano únicamente habían sellado la primera planta, la del salón SaintSaëns, donde se hallaba su palcoPalco Palco: Espacio en forma de balcón con varios asientos que hay en los teatros.. Siempre evitando la luz y a gachas bajé los peldaños, me dirigí hacia uno de los extremos. Desde allí, alzando un poco la cabeza pude ver sus pies, lo mínimo para saber cómo estaban sentados: don Feliciano a la derecha y Leticia del Cielo a la izquierda, en el centro de ambos descansaba la cartera de piel. Seguí reptando hasta dar con el asiento bajo el cual se hallaba el petate con el disfraz. La música atenuaba el ligero roce que provocaba al vestirme y desvestirme. Me puse el antifaz al acabar Caruso el Che gelida manina y me coloqué en línea vertical a la posición de Leticia del Cielo. No podía fallar.
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El tenorTenor Tenor: Cantante que tiene esta voz. estuvo a punto de desbaratar la operación. El chorro piramidal que lanzaba al aire se hizo todavía más intenso al ejecutar el Nessum dorma. Cuando atacó el postrer vinceró quedé paralizado de puro placer, no había contado con ese efecto inesperado. Era la señal convenida y cuando don Feliciano se arrancaba con un bravo, se apagaron las luces y la sala quedó en penumbra. Olegario había cumplido. Perdí un tiempo precioso en reaccionar, serían milésimas pero a mí se me antojó una eternidad; y no fue por el miedo, pongo a Dios por testigo, sino por el hechizo que me inyectó Caruso con su voz regia. Pero me rehíce, debía ser ahora todavía más rápido de lo previsto. Me colgué de la barandilla, me columpié hasta alcanzar la inercia necesaria y me abalancé hacia el palcoPalco Palco: Espacio en forma de balcón con varios asientos que hay en los teatros.. Alea iacta est.
Caí de cuclillas al lado de Leticia del Cielo que se sorprendió, pero no emitió ningún grito. Me incorporé y, a pesar de que todo estaba como boca de lobo, vi las piedras verdimiel de sus ojos incrustándose en mí, en un enmascarado. Le tomé su mano enguantada y le entregué la carta. La rodeé, quedé detrás de ella y de don Feliciano, tomé impulso, pegué una fuerte zancada, agarré la cartera y salté hacia el muro del palco. Me viré entonces, me enganché a un balaústre y tiré con todas mis fuerzas la cartera hacia el segundo piso. Cuando ya me izaba empleando todas mis fuerzas y manteniendo a duras penas la respiración, se encendieron las luces; mis pies todavía colgaban, pero lo había conseguido… O no.
–¡Que no salga nadie del teatro!
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La consigna de don Feliciano retumbó como si hubiera explotado dentro del recinto una bomba. Vi cómo dos de sus guardianes se llevaban en volandas a un Caruso con el rostro desencajado. Los demás apuntaban con sus armas a los músicos y gritaban órdenes espeluznantes para que nadie se moviera de su sitio. La cosa se ponía muy fea. La cartera había caído sobre una de las butacas de la cuarta fila. La cogí confiando, como había previsto, en que su devolución amansara a la fiera desatada en que se había convertido su propietario; pero ahora sí que tenía miedo y este me impedía actuar, tanto miedo que no pude ni siquiera llorar, que era lo que deseaba. Todos los rumores sobre su ferocidad habían tomado cuerpo en aquellos momentos. Don Feliciano era un temporal de ira. Agazapado llegué hasta la puerta, abrí, escuchélas carreras de los esbirrosEsbirros Esbirro: Individuo que sirve a quien le paga para cumplir cualquier orden de su superior o para protegerlo. de don Feliciano profiriendo maldiciones y escapé escaleras arriba hacia mi habitación.
–¿Pero qué has hecho, insensato? ¿Qué has hecho? –don Lucas me zarandeaba, yo parecía un guiñapo entre sus manos.
–Déjelo, don Lucas, apenas disponemos de unos minutos. Si nos atrapan, nos matan –a Olegario, que había sorteado a las huestes de don Feliciano y había llegado a nuestro cuarto antes que yo, le bastó echar una ojeada a la cartera para saber que estábamos metidos en el peor lío posible.
–¿Por qué?
–Eso no importa ahora, don Lucas, tenemos que salvarnos. Quédese aquí, usted es cura y además no estaba metido en el ajo; no le harán daño –Olegario no estaba totalmente convencido de sus palabras, pero sí de que el párroco correría mucho más riesgo, y ellos también, huyendo por el teatro con su pesada constitución a cuestas.
–¿Qué hay en esa cartera? –preguntó don Lucas.
–No lo sé, yo sólo quería cogerla sin que se diera cuenta y luego devolvérsela, para que me viera con buenos ojos.
–Mira que eres imbécil –me espetó Olegario–, lo que sea que haya en esa cartera es tan importante para don Feliciano que no se la confió ni a su chófer. ¡Y va a dejar que quien se la ha robado, aunque sea un chiquillo, siga con vida!
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Olegario me agarró del cogote, me arrebató la cartera y salimos de la habitación a toda prisa. Don Lucas preguntaba adónde íbamos, pero Olegario no le contestó. Yo seguía sus pasos, en cada recodo nos deteníamos para atisbar a nuestros enemigos. Ya habían subido a la segunda planta y pronto llegarían a nuestra situación. Todo estaba perdido, yo no veía ninguna escapatoria, pero Olegario conocía centímetro a centímetro el teatro; si había alguna ruta milagrosa para escapar de aquella ratonera, él era el único que la podía conocer. Me empujó hacia el fondo del pasillo; en un recoveco a la izquierda se hallaba el montacargas. Entendí enseguida. Lo abrió, primero bajó él hasta el sótano abriendo camino, ovillado como una madeja, y luego yo. Cuando llegué abajo, Olegario se escondía tras una puerta haciéndome con el dedo índice la señal de silencio. Los sicarios de don Feliciano aullaban amenazantes y cercanos. La angustia crecía. Pasaron unos instantes tensos hasta que Olegario me tendió la mano para que saliera del
montacargas, entramos en el sótano, que todavía no habían peinado pero no tardarían en hacerlo. Olegario se detuvo ante una vieja cómoda, alta, cubierta de una capa de varios dedos de polvo. Sobre la cómoda, un espejo rasgado por varios sitios y ensombrecido por las telarañas, apenas podía mostrar nuestras imágenes, aunque sí lo suficiente para asombrarme de que aún llevaba puesto mi disfraz de enmascarado negro, con el antifaz calado. Me lo arranqué de golpe y lo tiré al suelo. Olegario me ordenó que lo recogiera, no podíamos dejar ninguna pista suelta. Le hice caso, pero rumiando que daba igual, no íbamos a salir de allí vivos. Recogía el antifaz cuando entraron.