Olegario me enganchó con un brazo y sin saber muy bien cómo me hallé con él dentro de un armario enmohecido. Estábamos mudos, solo se oía en el sótano la respiración jadeante de las alimañas de don Feliciano que buscaban nuestro rastro. Escuchamos rodar de sillas viejas, un golpe que supuse una caída y una retahíla de juramentos blasfemos, hasta que alguien gritó que allí no había nadie. No abandonamos, sin embargo, aquella guarida del armario hasta un buen rato después. Podía ser que nos hubieran tendido una trampa y estuvieran allí dispuestos a cazarnos. Un inesperado incidente nos obligó a atrevernos a abandonar nuestro refugio y a enfrentarnos a quien fuera menester. Primero fue una impresión vaga de estar olfateando algo indefinible, pero luego ya no hubo duda de que olía a quemado muy cerca de nosotros. Cuando abrimos el armario no había ningún guardaespaldas apuntándonos, pero una columna de humo recorría pavorosa el sótano. Entre morir de un balazo o quemado vivo, yo hubiera preferido lo primero.
Don Feliciano no había notado más que la presencia de una sombra a su lado al apagarse las luces tras el Nessum dorma de Caruso. Es más que probable que si yo no me hubiera empeñado en rizar el rizo llevándome la cartera, todo hubiera quedado en una mera impresión de la que se hubiera olvidado desde que el tenorTenor Tenor: Cantante que tiene esta voz. italiano hubiera reanudado el concierto. Leticia del Cielo habría leído la carta y habría buscado la fórmula para responderme como yo deseaba, viéndonos en un lugar aislado, donde podría declararle mi amor a rienda suelta. Pero no fue así y ya no podía cambiar las cosas, no había vuelta de hoja. Don Feliciano salió disparado del palcoPalco Palco: Espacio en forma de balcón con varios asientos que hay en los teatros. y ordenó que sacaran de allí a Caruso. Además, dispuso que todos los que se encontraban en el teatro fueran llevados al patio de butacas, que registraran palmo a palmo hasta dar con la cartera y con el desgraciado que la había robado; pero no lo mataran, quería hacerlo él. Luego entró de nuevo al palco en busca de su hija. Leticia del Cielo estaba de pie, con el brazo extendido hacia su padre mostrándole mi carta, la prueba de mi culpabilidad. Mi amada me condenaba al patíbulo.
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Poco tuvo que indagar don Feliciano para saber quién era Jorge Fernández Tabuenca, el firmante de la carta, y qué hacía en el teatro. Don Servando le contó que era sobrino del guardián, que vivía con él allí, y lo llevó a nuestra habitación, donde aún se hallaba don Lucas, de pie, dispuesto a enfrentarse a un demonio.
–¿Quién es? –le preguntó a don Servando.
–Don Lucas, el párroco de Santo Domingo, es un gran afinador de pianos. Tuve que llamarle para que revisase el viejo Steinway, el maestro Caruso se merecía lo mejor.
–¿Qué hace en esta habitación? –ahora se dirigía al religioso.
–Lo siento, hijo, pero este pobre cura sólo tiene el vicio de la música. Le pedí a Olegario, el guardián, que me permitiera disponer de su aposento, tiene unas vistas magníficas –con un gesto miró hacia el ventanuco de ojo de buey.
–¿Dónde están el muchacho y ese Olegario?
–No lo sé, hijo; no lo sé. ¿Han hecho algo malo? Si es así, por Dios, perdónalos; te lo ruego.
–Padre, bastante favor le hago a Dios con no agujerearle a usted la cabeza. Llévalos a los dos abajo con los demás y sigue buscando –le dijo al chófer–, tienen que estar dentro del teatro.
El Pérez Galdós había quedado herméticamente cerrado a cal y canto desde que don Feliciano había llegado con Caruso y su séquito. Sus matones se habían apostado en los accesos y podían dar testimonio de que no habían cruzado las puertas ningún chiquillo rubio ni un larguirucho personaje con mostacho. Pero habían rastreado a conciencia el edificio y no los encontraban, así que debía hacer algo para sacarnos de la madriguera. A don Feliciano se le ocurrió una idea malvada acorde con su mente criminal: prenderle fuego al teatro. Antes de ello liberó a los retenidos en la platea, no por compasión sino por conveniencia; prefería que no cundiera el pánico y dificultara nuestra cacería.
Rociaron las cortinas del vestíbulo, las butacas, los tapices, los cuadros, hasta el telón de boca pintado por Rovescalli con gasolina, y les prendieron fuego. Las llamas brotaron con una fuerza voraz, enseguida se avivaron y les hincaron sus dientes a las maderas que se convirtieron en brasas sobre las que el teatro se tostaba. Toda la ciudad pudo ver cómo crepitaba el Pérez Galdós; desde las montañas que rodeaban Las Palmas, y más lejos aún, desde las tierras interiores de los campos de la isla, vieron cómo aquel resplandor amarillo y rojizo que no cesaba, y que emergía como un faro ardiendo, convertía la noche del 28 de junio de 1918 en una noche de fuego.
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Los periódicos y las versiones oficiales acerca del incendio del teatro Pérez Galdós ocultaron siempre la verdad: que había sido don Feliciano Silva, en un acto sanguinario, el culpable de aquella tragedia. Tampoco apareció en los periódicos nada referente a la desaparición en aquella devastadora hoguera de dos personas, dos cuerpos calcinados, el de un muchacho adolescente y el de un varón adulto largo como una cerbatana. Ni los hombres de don Feliciano ni los bomberos, que poco pudieron hacer por atajar aquella pira funeraria, fueron capaces de encontrar nuestros restos debajo de la inmensa cantidad de escombros carbonizados. Don Feliciano, apostado como un cazador en la única salida que había dejado abierta adrede, comprobó con sus propios ojos que mientras duró aquella fogata siniestra nadie salió del teatro. Había dado por irrecuperable su cartera y lo que se hallaba en su interior, pero al menos estaba convencido de que los que pudimos verlo no podríamos revelarlo jamás. Nos dieron por muertos; sé que mis amigos lloraron mi pérdida y que don Lucas los consoló en la misa que por nuestras almas se celebró. El buen párroco resultó ser un actor magnífico, pues engañó a todos con sus gestos de dolor fingido a sabiendas de que aún nos hallábamos, gracias a Dios, en el mundo de los vivos.
Tras salir del armario en el que nos escondíamos de los esbirrosEsbirros Esbirro: Individuo que sirve a quien le paga para cumplir cualquier orden de su superior o para protegerlo. de don Feliciano, como he comentado, nos enfrentamos a un enemigo, si cabe, más implacable: el fuego que devoraba con su lengua de llamas todo lo que encontraba a su paso. El aire del sótano ya empezaba a ser irrespirable y yo, sin ser muy consciente de ello, había bajado los brazos y me aprestaba a morir convertido en una antorcha humana.
–Ven, ayúdame –Olegario estaba junto a la cómoda ante la que se había detenido antes y la empujaba haciendo palanca.
–¿Qué haces?
–Cállate y ayúdame, coño.
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Pesaba una tonelada, pero pudimos separarla un palmo de la pared. Entonces la vi, una puerta de apenas medio metro de alto. El cerrojo, del desuso y de la humedad del ambiente, mostraba buenas señales de óxido, pero después de varios intentos, acuciados por el ahogo del humo que ya cubría por completo el sótano, cedió sin gran dificultad. Las bisagras chirriaron al abrirse la puerta, pero a nosotros nos pareció un sonido aún más dulce que las arias que poco antes le habíamos escuchado a Enrico Caruso. No lo pensamos dos veces, cerramos tras de nosotros la pesada puerta que nos iba a proteger del fuego y nos introdujimos subiendo unos escalones por un pasadizo negro y estrecho. No había luz alguna; a tientas, tocando las toscas paredes de piedra, fuimos avanzando. La altura de aquella gruta era unos pocos centímetros mayor que mi estatura, así que Olegario debía andar encorvado. No hablábamos, guardábamos todas nuestras fuerzas para continuar por aquella vereda subterránea, estaba desorientado pero presentía que estábamos subiendo sin parar hacia alguno de los montículos que rodeaban la ciudad. Después de más de una hora de camino incesante, la senda se angostó mucho más hasta convertirse en una especie de tubería por donde hubimos de reptar. Para Olegario, que iba delante, la situación era más penosa aún porque arrastraba la malhadada cartera de don Feliciano. Fue al cabo de las dos horas que había durado nuestro peregrinaje por las entrañas de la tierra, cuando al fin vimos la noche iluminada por los estertoresEstertores Estertor: Respiración fuerte. del fuego del Teatro Pérez Galdós.
Habíamos desembocado en una pequeñísima cueva de las muchas, algunas de ellas habitadas, que horadaban la ladera de Mata. En efecto, tal y como había supuesto, habíamos estado subiendo hacia uno de los puntos altos de Las Palmas. Allí, amparados en la nocturnidad, descansamos lo mínimo para reponer energías. Aprovechó la tesitura Olegario para contarme el misterio del pasadizo que nos permitió salvarnos.
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Cuando, al regresar de la Guerra de Cuba, entró a trabajar como guardián del teatro, circulaban muchas leyendas en torno al Pérez Galdós: a unas no les hizo ningún caso, en todos los teatros se ha dicho que habitan fantasmas; pero sí a otras. Fue así como se empeñó en comprobar la veracidad de una historia que hablaba de la existencia de un pasaje secreto que se había construido, en el más estricto de los silencios, como medida de emergencia para que pudieran salvarse las altas personalidades que acudían a las representaciones en el caso, no inverosímil, de inundación. Era vox pópuli en la isla que la ubicación elegida para que el arquitecto Francisco Jareño levantara el nuevo coliseo no resultaba la idónea, pues lindaba con el mar en la desembocadura del barranco del Guiniguada, y se hallaba a expensas de que una repentina subida de la marea lo inundara. Hasta el genial escritor que le dio nombre con el tiempo, don Benito Pérez Galdós, en sus años mozos, se había burlado de tal circunstancia componiendo versos irónicos y dibujando viñetas en las que aparecían los actores interpretando las obras debajo del agua rodeados de peces.
Recorrió con paciencia Olegario arriba y abajo todas las estancias del teatro y nunca dio con el corredor que buscaba, así que lo dio por inexistente, fruto de otra de las fantasías que envolvían aquel noble edificio. Quiso, sin embargo, el destino que un ratón huidizo tuviera a mal traer al personal del teatro. Su cacería lo llevó con una escoba en ristre tras el animal hasta el sótano y vio que desaparecía tras una cómoda antigua. Con sumo cuidado, se agachó para ver si el bicho permanecía bajo la cómoda; había escapado, pero vio en el fondo lo que sin duda era una puerta escondida. Se desentendió del ratón al que dejó campar a sus anchas, y se dedicó a rodar a duras penas la pesadísima cómoda y a entrar en la cavidad. Había descubierto el misterio.
Estábamos vivos, pero no a salvo. Olegario agarró la cartera, la colocó entre sus piernas y apretó el cierre. Ante mi incredulidad se abrió a la primera, no estaba cerrada con llave ni con una combinación oculta. Parecía que don Feliciano estaba muy seguro de que con él aquella maleta de piel no corría ningún peligro. Se equivocó. Olegario sacó dos sobres marrones. El primero tenía en su interior unos papeles redactados en alemán que, gracias a lo que había aprendido con don Lucas del idioma teutón, entendí que hacían referencia a un acuerdo de suministro a barcos y submarinos en alta mar. Olegario me hizo caer en la cuenta de que, mientras España se mantenía neutral, en Europa se estaba librando la Primera Guerra Mundial. Se jugaba la cabeza a que don Feliciano estaba metido hasta los huesos en un negocio sórdido que tenía que ver con la contienda. Olegario me arrancó el documento de la mano, lo escupió, lo guardó en el sobre y lo metió en la cartera. Luego sacó el otro sobre, lo miró y dio un silbido agudo y largo como su cuerpo. Estaba lleno de billetes, billetes y billetes de 100, 500 y 1.000 pesetas.
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Nuestras suposiciones se acercaron mucho a la verdad. Los tentáculos mafiosos de don Feliciano se extendían a los asuntos bélicos. Como territorio español, Canarias gozaba de neutralidad, pero navíos de los dos frentes revoloteaban alrededor de las islas. Don Feliciano, que controlaba el Puerto, se las ingeniaba para abastecer con sus propios barcos en alta mar a los de la flota aliada y a los alemanes, indistintamente. No era ni germanófilo ni aliadófilo, le daba igual quién ganara la guerra. Jugaba a dos bandas y se enriquecía con ello; pero también se arriesgaba mucho si se descubría su juego. Cualquiera de los contendientes lo pondría en su punto de mira si hubiera descubierto que tenía tratos con sus enemigos.
Hubiera preferido reunirse otro día para finiquitar uno de los envíos a unos submarinos alemanes, pero le habían comunicado los agentes del II Reich que tenía que ser esa tarde, se había declarado una urgencia extrema. Cuando llegó a su casa para recoger a Leticia del Cielo, esta ya se encontraba en la entrada aguardándolo con impaciencia, se había retrasado casi una hora y aún debían pasar por el Hotel Santa Catalina en busca de Caruso. Decidió no entrar a guardar la documentación y el dinero en la
caja fuerte. Llevaría la cartera consigo. Tomó una decisión errónea.
Olegario fue claro, debíamos huir de la isla, y él sólo tenía un destino: Cuba y Altagracia. Encontraríamos a algún capitán que hiciera la vista gorda para embarcarnos sin preguntas a cambio de un par de billetes del sobre que, bien doblado, se había calado en su pechera. Convinimos en que no podíamos marcharnos sin despedirnos de don Lucas, sin que supiese lo que había pasado, y sobre todo viese que estábamos vivos. En las calles, a esas alturas de la madrugada, había mucha más gente de lo habitual atraída por la fogata inmensa en que se había convertido el Pérez Galdós. La ciudad, la isla entera, olía a quemado. Llegamos a la plaza de Santo Domingo, nos encaminamos a la parroquia, la celda de don Lucas daba al huerto. Nos acercamos a la tapia enrejada, me subí a ella y desde allí di un salto hacia el balcón de don Lucas. Mi buen padre se llevó un buen susto.
–¿Quién anda ahí?
–Soy yo, Jorge.
–Jorge, Dios mío. Es un milagro, un milagro, un milagro…
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Le rogué a don Lucas que no hiciera más aspavientos, no podíamos despertar a la comunidad de religiosos. Le conté por lo bajo una reducida versión de los hechos y nuestra decisión de evadirnos. Al instante, abrió una gaveta y de allí sacó una talega. Desde que llegó al acuerdo con Olegario de que a cambio de que el guardián me cuidara, él se encargaría de costearle su reencuentro en Cuba con Altagracia, de sus escuetos ingresos había ido guardando mes a mes una pequeña cantidad para cumplir su palabra. Cuando le dije que no hacía falta, que la dejara allí, que se lo explicaría enseguida, que por favor bajara sin llamar la atención para reunirnos con Olegario que esperaba agazapado en una de las esquinas de la plaza, me miró como si reconociera en mí, no a su niño Jorge, sino al hombre en que me había convertido esa noche ardiente.
La despedida fue corta y dolorosa, no podía ser de otra manera; de todos modos, don Lucas nos prometió un encuentro próximo en la Perla de las Antillas. Esto me insufló el ánimo que ya estaba a punto de expirar. Leticia del Cielo me había traicionado, condenándome a una muerte segura, y ahora, también en aquella noche de brasas, perdía a quien he considerado toda mi vida como mi padre. Le di un largo abrazo a don Lucas y nos fuimos hacia el Puerto de Las Palmas, donde llegamos con la mañana encima casi
arrastrándonos, con un cansancio de siglos. Mientras yo me tiraba sobre un fardo a descansar, Olegario inició los trámites para nuestro embarque. Como presumíamos, con el aval de un fajo de billetes un capitán que zarpaba por la tarde rumbo a Buenos Aires, no halló inconveniente en hacer una escala técnica en Santiago de Cuba para desembarcarnos. Subimos al Galatea, que así se llamaba el mercante, y nos acostamos rendidos en dos estrechas literas. Cuando desperté, no vi a Olegario, fui en su busca mientras intentaba acostumbrarme al vaivén del mar.
Lo encontré escorado en la borda, miré a lo lejos y solo veía agua alrededor. Me esperaba balanceando la cartera de don Feliciano, había pensado entregarla en un consulado británico para devolverle la moneda por intentar abrasarnos; el documento que portaba en su interior delataría su colaboración con la potencia enemiga, su eliminación sería inmediata. Pero, a la vez, descubriría que seguíamos con vida, así que por nuestro bien era mejor que desapareciera. La tiró y las olas la engulleron como un apetitoso bocado. Había dormido más de veinticuatro horas, no se veía rastro alguno de las islas. Lamenté no haber visto su silueta mientras me alejaba; pero por otra parte pensé que había sido eso lo mejor, seguro que habría roto a llorar pensando en mis amigos, en el teatro que fue mi casa, en don Lucas, y sobre todo en Leticia del Cielo, cuyos ojos de aceituna y caramelo no he sido capaz de olvidar.
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La nostalgia es un peso que, si no se sujeta, llega a romper los hilos del alma. Por eso me propuse iniciar una nueva vida desde mi llegada a Santiago de Cuba y eso es lo que he intentado hacer siguiendo las enseñanzas de Olegario y de don Lucas. Por cierto, Olegario, al día siguiente de llegar a puerto, después de comprarse un traje de lino blanco y de pasar por la barbería para cortarse el pelo y arreglarse el mostachón, fue resuelto a la casa de Altagracia, que, colgada de su brazo, salió para siempre de su vivienda con sus dos hijos gemelos, sin equipaje alguno, dejando atrás sin ningún remordimiento a su marido.
Don Lucas cumplió su promesa; después de un año de duelo ficticio por nuestra muerte, solicitó al Obispo que le disculpara de sus obligaciones en la isla para trasladarse a Cuba, donde un hermano suyo al que no veía desde niño vivía en situación precaria; allí, por supuesto, continuaría dedicándose al servicio de la Iglesia. El fingimiento de don Lucas lo llevó incluso a hacer creer a los que lo rodeaban que había perdido buena parte de sus facultades mentales, entre ellas las de su oído dulce para la afinación de pianos y del órgano de la Catedral. El Obispo accedió y fue aceptada su solicitud de destino en la ciudad de Santiago de Cuba, a la que llegó justo un año y tres meses después de nuestra despedida. Aquí, donde la música es patria, se lo rifan para afinar los miles de pianos que le traen desde todos los rincones. Lo adoran, su parroquia siempre está llena de fieles que lo colman de regalos, desde papagayos hasta botellas de ron.
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Yo estudié Derecho en La Habana y luego regresé a Santiago de Cuba a hacerme cargo de la plantación de caña de azúcar en la que empleamos casi la mitad del dinero de don Feliciano. Somos los primeros productores de esta zona de la isla, y nuestra azúcar se vende muy bien en los mercados extranjeros. Vivo en una hacienda poblada de flamboyanes y palmas reales, y asisto con frecuencia por las tardes al Casino donde hablo de política o de poesía con el ardor contagioso del Caribe. Podría decirse que soy un hombre feliz, y hay momentos del día en que así lo creo, pero en el fondo solo soy un ser resignado a vivir sin la persona que en el mundo nació para mí. Estoy convencido de ello. Lo he intentado con otras mujeres deslumbrantes, inteligentes, gráciles, vaporosas e, incluso, divertidas; sin embargo, todo ha sido en vano. Ninguna me ha esponjado el alma como Leticia del Cielo, ni tampoco otra me exprimió con tal crueldad las fuentes de mi dolor hasta dejarlo seco, sin gota, cuando le entregó a su padre mi carta de amor, y con ella el nombre de a quién debía asesinar.
En la memoria no escrita de la noche del 28 de junio de 1918 en Las Palmas de Gran Canaria, consto como fallecido, devorado por las llamas del incendio que calcinó el Teatro Pérez Galdós. Hoy, tras treinta años de aquella barbarie, he repasado mi vida y he tomado una decisión que dé fin a mis tristezas de amor. He resuelto regresar para buscarla y traerla conmigo, si hace falta a la fuerza, raptándola, a Santiago de Cuba. He sido un tonto, hasta ahora no he caído en la cuenta de que ni las balas de don Feliciano ni la mirada verdimiel de Leticia del Cielo pueden ahora hacerme daño. Yo soy un fantasma y los fantasmas ya estamos muertos.
FICHA DE LECTURA