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Era el día de su decimoctavo cumpleaños, aquel gozoso y fatídico 28 de junio de 1918. Un viernes en el que yo deambulaba por el teatro tras haber terminado las tareas de estudio. Pasada la hora del mediodía, el sol cosquilleaba con una calidez agasajadora, me senté en los escalones de la entrada del teatro, justo debajo del rosetón de la musa Talía. Allí estaba, con la vista perdida en ningún punto, cuando me sacó de mi sopor el ruido de un coche. Fijé mi atención y delante de mí estaba aparcado el RollsRoyce azul Prusia de don Feliciano. Ninguno de mis camaradas había avistado, en esta ocasión, el automóvil. Había aparecido sin más, como una prueba de que el destino me abría las puertas; unas horas más tarde habría de comprobar que aquellas puertas eran las del Infierno.
Pronto supe que aquella noche, a la cuarta al fin, sí vendría Leticia del Cielo acompañando a su progenitor. La proverbial prudencia con la que don Servando ejecutaba las venidas de don Feliciano, se resquebrajó en aquella jornada por una circunstancia verdaderamente excepcional. Don Feliciano, haciendo uso de su imperio, había logrado algo inimaginable como regalo de cumpleaños de su hija: un recital exclusivo, solo para ellos dos, del más grande de los tenores, Enrico Caruso, al que había pagado una fortuna en oro para que accediera a cantar en el Pérez Galdós. Don Feliciano, previendo que la noticia se extendiera por la ciudad, conminó a su chófer para que se asegurara de que esto no sucediera. Para ello, este, tras su entrevista con don Servando, lo obligó a que convocara a todas las personas que en aquellos momentos se encontraban en el teatro a una reunión en el patio de butacas. Éramos unos cincuenta, entre don Servando, los trabajadores, los músicos y yo; nos sentamos todos en las primeras filas. Don Servando nos había dicho que por favor no se nos ocurriera ni chistar y que hiciéramos todo lo que nos dijera el hombrecito que saltaba con dificultad para subirse a la tarima del escenario.

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