En el Pérez Galdós flotaba un tenso nerviosismo. Don Servando, después de la amedrentadora visita del chófer de don Feliciano, tuvo que tomarse tres copazos de coñac para que la sangre le volviera al cuerpo. Estuvo en un tris de no salir del teatro hasta que llegara la noche y de no avisar ni siquiera a su familia, pero tenía una obligación moral con don Lucas, nacida de una entrañable amistad que había crecido al compás del placer por la música que ambos compartían, que superaba hasta la imagen terrorífica de la Luger Parabellum. En vez de enviarme a mí, como hacía casi siempre cuando requería la presencia del párroco, don Servando prefirió ir en persona hasta Santo Domingo, para saltarse el mandato del gnomo de don Feliciano y avisar a don Lucas de la presencia del maestro Caruso, y de paso confesarse. Tras la experiencia sufrida necesitaba que su alma recuperara la paz.
Don Lucas acudió eufórico al teatro junto a don Servando y le prometió que no saldría de nuestra habitación, desde donde podría presenciar el recital a través del ojo de buey disimulado en la pared sin ser descubierto. No obstante, antes de subir, había pasado por el escenario para dar su visto bueno a la afinación del Steinway; estaba perfecto, listo para la gloria. Don Lucas no paraba de hablarme del privilegio enorme que Dios había tenido a bien darnos con la oportunidad de escuchar en directo la voz de los ángeles, encarnada en Enrico Caruso. Me decía, y se cumplió, que no olvidaría jamás esa fecha en que vimos sobre las tablas del Pérez Galdós al napolitano de oro.
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