La nostalgia es un peso que, si no se sujeta, llega a romper los hilos del alma. Por eso me propuse iniciar una nueva vida desde mi llegada a Santiago de Cuba y eso es lo que he intentado hacer siguiendo las enseñanzas de Olegario y de don Lucas. Por cierto, Olegario, al día siguiente de llegar a puerto, después de comprarse un traje de lino blanco y de pasar por la barbería para cortarse el pelo y arreglarse el mostachón, fue resuelto a la casa de Altagracia, que, colgada de su brazo, salió para siempre de su vivienda con sus dos hijos gemelos, sin equipaje alguno, dejando atrás sin ningún remordimiento a su marido.
Don Lucas cumplió su promesa; después de un año de duelo ficticio por nuestra muerte, solicitó al Obispo que le disculpara de sus obligaciones en la isla para trasladarse a Cuba, donde un hermano suyo al que no veía desde niño vivía en situación precaria; allí, por supuesto, continuaría dedicándose al servicio de la Iglesia. El fingimiento de don Lucas lo llevó incluso a hacer creer a los que lo rodeaban que había perdido buena parte de sus facultades mentales, entre ellas las de su oído dulce para la afinación de pianos y del órgano de la Catedral. El Obispo accedió y fue aceptada su solicitud de destino en la ciudad de Santiago de Cuba, a la que llegó justo un año y tres meses después de nuestra despedida. Aquí, donde la música es patria, se lo rifan para afinar los miles de pianos que le traen desde todos los rincones. Lo adoran, su parroquia siempre está llena de fieles que lo colman de regalos, desde papagayos hasta botellas de ron.
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