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Yo no quemé el Teatro Pérez Galdós, lo juro; aunque, para ser fiel a la verdad, sí que fui el causante de aquella tragedia. Lo reconozco; pero era apenas un niño y ella tan hermosa que no me percaté del peligro al que me había expuesto para deslumbrarla como un héroe de aventuras. Se llamaba Leticia del Cielo y guardo muy vivo el recuerdo, treinta años después, del día en que la vi por primera vez subiendo las escaleras del teatro hacia el salón SaintSaëns para ocupar el palcoPalco Palco: Espacio en forma de balcón con varios asientos que hay en los teatros. de honor. Parecía danzar mientras deslizaba su mano izquierda por la baranda y las cornucopiasCornucopias Cornucopias: Representaciones de cuerno de cabra lleno de frutas y flores. que la adornaban; la derecha la sujetaba su padre, don Feliciano Silva Urrutia, el hombre más rico y temido de la isla, y el verdadero culpable del incendio que convirtió el Pérez Galdós en cenizas la noche del 28 de junio de 1918.

Nunca he tenido conciencia de poseer un nombre en propiedad, como si el hecho de mi condición de niño expósito me hubiera privado de mi verdadera historia. He asumido, sin embargo, el de Jorge, porque así quiso don Lucas, el cura que me crió, que me llamaran –no en vano aparecí abandonado en la puerta de la parroquia de Santo Domingo un 23 de abril de 1904, festividad del santo del dragón–. Los apellidos que rezan en mis documentos de identidad son los de don Lucas –Fernández Tabuenca–, que tuvo a bien dármelos y yo he procurado toda la vida no empañarlos en su memoria.

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