Los periódicos y las versiones oficiales acerca del incendio del teatro Pérez Galdós ocultaron siempre la verdad: que había sido don Feliciano Silva, en un acto sanguinario, el culpable de aquella tragedia. Tampoco apareció en los periódicos nada referente a la desaparición en aquella devastadora hoguera de dos personas, dos cuerpos calcinados, el de un muchacho adolescente y el de un varón adulto largo como una cerbatana. Ni los hombres de don Feliciano ni los bomberos, que poco pudieron hacer por atajar aquella pira funeraria, fueron capaces de encontrar nuestros restos debajo de la inmensa cantidad de escombros carbonizados. Don Feliciano, apostado como un cazador en la única salida que había dejado abierta adrede, comprobó con sus propios ojos que mientras duró aquella fogata siniestra nadie salió del teatro. Había dado por irrecuperable su cartera y lo que se hallaba en su interior, pero al menos estaba convencido de que los que pudimos verlo no podríamos revelarlo jamás. Nos dieron por muertos; sé que mis amigos lloraron mi pérdida y que don Lucas los consoló en la misa que por nuestras almas se celebró. El buen párroco resultó ser un actor magnífico, pues engañó a todos con sus gestos de dolor fingido a sabiendas de que aún nos hallábamos, gracias a Dios, en el mundo de los vivos.
Tras salir del armario en el que nos escondíamos de los esbirrosEsbirros Esbirro: Individuo que sirve a quien le paga para cumplir cualquier orden de su superior o para protegerlo. de don Feliciano, como he comentado, nos enfrentamos a un enemigo, si cabe, más implacable: el fuego que devoraba con su lengua de llamas todo lo que encontraba a su paso. El aire del sótano ya empezaba a ser irrespirable y yo, sin ser muy consciente de ello, había bajado los brazos y me aprestaba a morir convertido en una antorcha humana.
–Ven, ayúdame –Olegario estaba junto a la cómoda ante la que se había detenido antes y la empujaba haciendo palanca.
–¿Qué haces?
–Cállate y ayúdame, coño.
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