Pesaba una tonelada, pero pudimos separarla un palmo de la pared. Entonces la vi, una puerta de apenas medio metro de alto. El cerrojo, del desuso y de la humedad del ambiente, mostraba buenas señales de óxido, pero después de varios intentos, acuciados por el ahogo del humo que ya cubría por completo el sótano, cedió sin gran dificultad. Las bisagras chirriaron al abrirse la puerta, pero a nosotros nos pareció un sonido aún más dulce que las arias que poco antes le habíamos escuchado a Enrico Caruso. No lo pensamos dos veces, cerramos tras de nosotros la pesada puerta que nos iba a proteger del fuego y nos introdujimos subiendo unos escalones por un pasadizo negro y estrecho. No había luz alguna; a tientas, tocando las toscas paredes de piedra, fuimos avanzando. La altura de aquella gruta era unos pocos centímetros mayor que mi estatura, así que Olegario debía andar encorvado. No hablábamos, guardábamos todas nuestras fuerzas para continuar por aquella vereda subterránea, estaba desorientado pero presentía que estábamos subiendo sin parar hacia alguno de los montículos que rodeaban la ciudad. Después de más de una hora de camino incesante, la senda se angostó mucho más hasta convertirse en una especie de tubería por donde hubimos de reptar. Para Olegario, que iba delante, la situación era más penosa aún porque arrastraba la malhadada cartera de don Feliciano. Fue al cabo de las dos horas que había durado nuestro peregrinaje por las entrañas de la tierra, cuando al fin vimos la noche iluminada por los estertoresEstertores Estertor: Respiración fuerte. del fuego del Teatro Pérez Galdós.
Habíamos desembocado en una pequeñísima cueva de las muchas, algunas de ellas habitadas, que horadaban la ladera de Mata. En efecto, tal y como había supuesto, habíamos estado subiendo hacia uno de los puntos altos de Las Palmas. Allí, amparados en la nocturnidad, descansamos lo mínimo para reponer energías. Aprovechó la tesitura Olegario para contarme el misterio del pasadizo que nos permitió salvarnos.
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