Pg. 85

Nuestras suposiciones se acercaron mucho a la verdad. Los tentáculos mafiosos de don Feliciano se extendían a los asuntos bélicos. Como territorio español, Canarias gozaba de neutralidad, pero navíos de los dos frentes revoloteaban alrededor de las islas. Don Feliciano, que controlaba el Puerto, se las ingeniaba para abastecer con sus propios barcos en alta mar a los de la flota aliada y a los alemanes, indistintamente. No era ni germanófilo ni aliadófilo, le daba igual quién ganara la guerra. Jugaba a dos bandas y se enriquecía con ello; pero también se arriesgaba mucho si se descubría su juego. Cualquiera de los contendientes lo pondría en su punto de mira si hubiera descubierto que tenía tratos con sus enemigos.
Hubiera preferido reunirse otro día para finiquitar uno de los envíos a unos submarinos alemanes, pero le habían comunicado los agentes del II Reich que tenía que ser esa tarde, se había declarado una urgencia extrema. Cuando llegó a su casa para recoger a Leticia del Cielo, esta ya se encontraba en la entrada aguardándolo con impaciencia, se había retrasado casi una hora y aún debían pasar por el Hotel Santa Catalina en busca de Caruso. Decidió no entrar a guardar la documentación y el dinero en la
caja fuerte. Llevaría la cartera consigo. Tomó una decisión errónea.
Olegario fue claro, debíamos huir de la isla, y él sólo tenía un destino: Cuba y Altagracia. Encontraríamos a algún capitán que hiciera la vista gorda para embarcarnos sin preguntas a cambio de un par de billetes del sobre que, bien doblado, se había calado en su pechera. Convinimos en que no podíamos marcharnos sin despedirnos de don Lucas, sin que supiese lo que había pasado, y sobre todo viese que estábamos vivos. En las calles, a esas alturas de la madrugada, había mucha más gente de lo habitual atraída por la fogata inmensa en que se había convertido el Pérez Galdós. La ciudad, la isla entera, olía a quemado. Llegamos a la plaza de Santo Domingo, nos encaminamos a la parroquia, la celda de don Lucas daba al huerto. Nos acercamos a la tapia enrejada, me subí a ella y desde allí di un salto hacia el balcón de don Lucas. Mi buen padre se llevó un buen susto.
–¿Quién anda ahí?
–Soy yo, Jorge.
–Jorge, Dios mío. Es un milagro, un milagro, un milagro…

Marcar el Enlace permanente.

Comentarios cerrados.