Cap. 3

He hecho muchas trastadas a lo largo de estos años. Como te decía, nunca tomé por blanco a los más débiles, sino a los chulillos o enterados. Eso suponía meterme en riñas con los malos. La última que recuerdo sucedió entre un compañero y yo, cuando quisimos gastarle una broma a uno de aquellos que quitaban el desayuno y amenazaban a los más pequeños. Dejamos la puerta entrecerrada y en lo alto pusimos un cubo con agua. Al entrar el compañero, le cayó sobre la cabeza y lo empapó. También por mala suerte salpicó a la maestra de Matemáticas, seño Cristi, que, entre roja y a punto de una taquicardia, nos miró. No hizo falta una palabra e inmediatamente fuimos a la directora por nuestra cuenta.

En el recreo siempre había unos niños que empujaban a los demás para sentarse en un sitio. Ese grupito tenía un líder, Sergio, que le quitaba el material escolar a algunos y luego se lo escondía, lo rompía o lo mojaba. Entonces compré un pegamento transparente y embadurné el sitio donde nadie se atrevía a sentarse por miedo a ellos. De la rabia que cogió y sabiendo que fui yo, vino dispuesto con la pandilla a pegarme; pero para su sorpresa todo el patio se puso detrás de mí para apoyarme y se dieron la vuelta. Juró que las pagaría y no tardó en hacerlo, aunque para frustración de él eligió un mal momento, puesto que el policía local que estaba a la salida del colegio, viendo lo que ocurría, lo amenazó diciéndole que, si se enteraba de que me había puesto la mano encima, iría a contárselo a Servicios Sociales, le quitarían la custodia a sus padres y lo llevarían a un reformatorio.

Lo cierto es que todas aquellas situaciones donde había conflictos fueron desapareciendo de mi vida y casi sin darme cuenta empecé a ser un buen muchacho. Hasta a mí me costaba decir que ya no era un trasto. Parecía incluso que la gente dejaba de murmurar sobre mí y mi familia. La abuela mejoró y hasta el momento jamás se volvió a poner enferma. La vida nos sonreía, habíamos sobrevivido a la dichosa Covid y los abuelos estaban vacunados.

El confinamiento en casa me había unido más a ellos y descubrí que el abuelo Pedro no solo contaba historias de su vida, sino del pasado. Un día, en medio de tantas noticias de muertes por el Coronavirus, empezó a relatarme una historia de nuestros antepasados. Me decía que las epidemias eran algo habitual en todas las partes del planeta, que en nuestras islas estas siempre llegaban de fuera y por barco. Incluso habían sido decisivas, puesto que los castellanos habían contagiado a los aborígenes. Esta situación llevó a enfermar a los canarios y por esta situación la propia conquista había sido favorable a los primeros. En el siglo XVIII y XIX se sucedieron epidemias de fiebre amarilla, viruela y peste,[8] y me contó sobre los lazaretos de la isla donde se separaba a los enfermos de lepra para que no contagiaran al resto de la población.

Al parecer mi tátara, tátara… unas largas y abundantes generaciones atrás, allá en el siglo XIX, salió con vida del enorme aluvión[9] que hubo en la isla de Tenerife en 1826. Formaba parte de la milicia en el castillo de San Pedro en Candelaria y no murió en dicha tromba de agua porque no estaba de guardia y había regresado a su casa. Peor suerte corrió el cabo de artillería de la guarnición, su esposa y sus seis hijos que sí murieron. Ese mismo día desapareció uno de los objetos más preciados que tenían los vecinos del pueblo y de toda la isla: las abundantes lluvias que discurrieron por el barranco inundaron parte de la capilla del convento y se llevaron hacia el océano la imagen de la Virgen de Candelaria. Mi abuelo dice que posiblemente fuera verdad, pero que algunos afirmaban que la habían escondido. Lo cierto es que, por más que el pueblo y los frailes la buscaron, jamás la encontraron. Entonces pidieron al obispo que les prestara la copia facsímil[10] que estaba en Adeje, pero sus ruegos nunca fueron escuchados.

El abuelo parecía disfrutar de aquellas tardes contándome muchas anécdotas de su juventud e historias de la familia. Para ser una persona que escasamente sabía leer ni escribir, atesoraba tanta sabiduría que a cualquiera dejaría con la boca abierta. De él aprendí que no hay que menospreciar a ninguna persona por sus estudios. Gracias a personas como él, muchos padres como los míos y yo mismo hemos podido estudiar, ya que ellos con su esfuerzo, renunciando a muchas cosas y trabajando duro, nos han dado una buena educación.

Llegaba el final de curso. Los días eran cada vez más largos y calurosos y muchos compañeros habían dejado de asistir a clase y resultaba agotador aquel calor en las aulas. A los ruines no se les veía el pelo y los profesores, al igual que nosotros, deseaban que llegara el día después y el comienzo del verano porque suponía el final de las clases y del curso. Habían sido dos años difíciles en medio de aquella pandemia. El anterior, con la mitad del curso a través de los ordenadores o, como se dice a lo anglosajón, on line, saturados de tareas que había que entregar por correo electrónico y con clases a través de videollamadas. Y este curso todo el día con la santa mascarilla, continuamente vigilados por los profesores para comprobar si guardábamos las distancias, todo el santo día recordándonos que había que ponerse el fastidioso gel hidroalcohólico y prohibiendo prestarnos el material y los libros.

Una de las cosas mejores de este año fue que en las clases habíamos sido bastantes menos alumnos por aula y eran algo más cortas. Hubo casos de contagios entre los compañeros, pero todos se habían dado fuera del centro y las cuarentenas de algunos alumnos y profesores nunca hicieron que se suspendiera clase alguna. Y la verdad es lo mejor que nos había pasado porque aquello de estar encerrado y con clases en casa era una pesadez.

Un sábado antes de terminar el curso, decidimos hacer una ruta de senderismo un sábado. A aquella aventura la llamamos «viaje al centro de la Tierra» porque el sendero discurría por un barranco y al final había una galería de la que se extraía agua del interior de la isla. El barranco tenía el nombre de La Gambuesa[11] y estaba en una localidad cercana.


[8]. Cf. Memoria de otras epidemias en Canarias | Blog del archivo de El Museo Canario (wordpress.com).

Cf. Grandes epidemias en Tenerife (1) – El Día (eldia.es).

[9]. Cf. Microsoft Word – Artà culo-ALUVIÃfiN 1826 EN CANDELARIA (octaviordelgado.es).

[10]. Ibíd. 6. La copia facsímil fue encargada por Juan Bautista de Aponte, primer marqués de Adeje, y colocada en la Iglesia Parroquial de Santa Úrsula, situada en dicha localidad.

[11]. Topónimo guanche que quería indicar el lugar donde se concentraban las cabras que quedaban sueltas tras el pastoreo y para controlar a los cabritos nacidos en libertad.