Cap. 7

Era como si con el terremoto se hubiese abierto uno de esos acuíferos colgados. Aunque el agua tendía a avanzar hacia la salida cada vez se empozaba más y nos llegaba más alto. A los quince minutos de ocurrir todo, ya nos llegaba por la rodilla. Entonces, ya estábamos quitando piedras, pero no todos podíamos hacerlo. Nos convertimos en escalichadores e íbamos pasándolas tras el último de todos. Sentíamos que no avanzábamos y fuimos presa del pánico. Surgieron contestaciones ásperas entre nosotros y alguna que otra magulladura por las piedras. El agua seguía subiendo de altura y a los cuarenta y cinco minutos había subido dos palmos de nuestra rodilla. La desesperación seguía en aumento y al pánico se unió el cansancio. La decisión no fue fácil y se discutió enzarzadamente, pero decidimos hacer un parón para comer algo. Disponíamos que no más de ocho minutos. La temperatura iba en aumento y pese a estar metidos en el agua, aquella humedad y la cada vez más escasa ventilación hacían de aquel lugar un infierno.

Cuando pensábamos que lo peor había pasado se produjo otro temblor, esta vez más intenso, aunque más corto. Reconozco que se me saltaron las lágrimas y sentí que todo llegaba a su fin. De repente otra escorrentía de agua se abrió entre nosotros y la pared. Esta vez llegó un hilo de esperanza, porque una pequeña cantidad de piedras, se las llevó aquella fuerza de agua; entonces alumbramos con nuestras linternas hacia el lugar y empezamos a reír. Pero de repente un grito de dolor se oyó tras nosotros. Era Tanausú. Todos con las linternas empezamos a buscarle hacia atrás puesto que venía el último. Los que estaban más cerca dijeron: «es su tobillo. Le ha caído una piedra y la tiene encajada. No la puede sacar».

La prioridad se centró en él, aunque no teníamos espacio de maniobrar. No sabíamos si se quejaba de dolor o era presa del pánico. Tardamos un gran rato en extraer su tobillo de aquellas piedras ante su dolor. Habíamos dicho que entre todos fuéramos turnando y apartando piedras. Cuando por fin liberamos su pie, le pusimos una venda cohesiva de esas que se pegan por sí mismas y sacamos los palos de caminar que llevaba Ico para que de esa forma no apoyara el pie.

Continuamos con la operación de desescombro, pero ahora debía ser mucho más precisa a pesar de que Tanausú tras el Ibuprofeno, la venda y los palos parecía estar mejor, no debíamos hacerle trepar por aquellas piedras. Una cosa era evidente y es que el tobillo no estaba partido; si no, sus chillidos se hubiesen oído hasta las mismas entrañas del Teide.

El agua seguía cayendo con abundancia, pero se drenaba mejor. Al cabo de veinte minutos, con un nivel de calor mayúsculo por la temperatura que había allí, más el trabajo de desescombro, habíamos abierto una vía libre para que todos saliéramos, incluido Tanausú, sin grandes esfuerzos.

Tras pasar uno a uno aquel pequeño montículo de piedras que se había formado, y al ir yo ahora el último, escuché a Gara decir.

—¡Esto no puede ser!, hay dos pasadizos ahora.

—Al final, la leyenda de mis familiares va a ser verdad —dijo Tanausú.

Acto seguido volvió a decir.

—Esto sí que comienza a ser una aventura. Imagínense que encontramos…

—La muerte, pedazo de tonto —espetó Doramas—. Se nota que el golpe en el tobillo tiene conexión con el cerebro y se ha dañado.

—¡Qué simpático! —protestó Tanausú.

Dándole otro beso en la boca, Doramas le dijo en voz baja pero que oímos todos: «No seas bobo, lo importante es la salud, nadie se va a quedar sin vivir una aventura, pero hay que poner cordura a las cosas». Y dándole otro beso, Tanausú dejó de protestar.

Moneiba e Ico junto a Gara habían hecho un grupo en el poco espacio que permitía el metro cuarenta que tenía de ancho la galería. Ellas habían tomado la decisión de continuar por el nuevo túnel. Simultáneamente nos lo dijeron a los tres varones.

La sociedad estaba cambiando y las mujeres pisaban con pie firme en todos los campos de la misma. Las universidades estaban llenas de mujeres y, por el contrario, iba descendiendo el número de varones. Era cierto que todavía había desigualdades en la sociedad, pero en nuestro país era mucho menor.

En mi adolescente opinión, yo no creía que el hombre y la mujer fuéramos iguales en esa ideológica lucha de grupos políticos y oenegés de derechos; para mí, la mujer tenía cualidades y una impronta que un hombre nunca tendría; si bien hay excepciones: la mujer es intuitiva, más afectiva, tiene mayor capacidad de lucha y de sufrimiento, es más perspicaz, tiene mayor capacidad de organización y distribución del tiempo. Por su impronta, también es capaz de generar mayor confianza, de extraer lo bueno que tiene cada miembro de un grupo, ostentan mayor capacidad de adaptación y mayor capacidad de liderazgo. Puede que las décadas pasadas y en el siglo pasado fueran esas injusticias mayores y que no hubiese el espacio adecuado o no se permitieran ámbitos para desarrollar estas y otras genialidades que tenían las mujeres, pero el presente y el futuro es de ellas. Se lo habían ganado a pulso en su lucha. En muchas ocasiones, en debates en clase llegábamos a conclusiones como que los éxitos de las mujeres eran menores, pues aún quedaban muchos machistas. Yo siempre decía que si quieres saber lo que es una guerra interminable y en la que estás llamado al fracaso: «ve en contra de una mujer» y con esa frase quería expresar que el sexo femenino es más luchador y menos acomplejado que el de los hombres. Ellas lograrían todo lo que se propusiesen.

Al lío (¡que me enrollo!). Pues hicimos caso a las tres chicas y entramos en aquel nuevo conducto. A diferencia del anterior, este era un poco más ancho, lo que nos permitió ir en grupo de tres. No había rieles de tren lo cual daba a entender que no había sido hecho para la extracción de agua.

Tanausú parecía ir a mejor y con la ayuda de los palos, su andar iba siendo más ligero. Avanzamos alrededor de quince minutos y decidimos que merecíamos sentarnos, aunque fuera diez minutos en asamblea. Al sentarnos, Tanausú sacó de una fiambrera unos deliciosos trozos de gofio cortados en tiras y que estaban amasados con almendras y miel. A buen seguro que muchos que dicen que no les gusta el gofio, si probaran aquella exquisitez, cambiarían de opinión. Así le ocurrió a Moneiba e Ico que, sin saberlo en un principio y declarándose de la liga anti-gofio, pedían una y otra vez más. Nos explicó que lo hacía una vecina del pueblo de sus abuelos, justo encima de nuestras cabezas, y que se llamaba Rosa.

Todos nos empezamos a reír y se alargó durante minutos aquellas carcajadas cuando Moneiba e Ico se habían embostado de aquel suculento manjar del cual decían odiar.  Creo que fue el desahogo a la tensión y nervios que habíamos vivido hacía media hora. Pero lo más interesante de lo que nos sucedió, aún estaba por llegar.

Nos pusimos en pie y empezamos a avanzar, cada vez el aire venía más fresco y el calor iba desapareciendo. En escasos diez minutos un animal corrió entre nuestras piernas y todos dimos un brinco, aunque he de reconocer que algunos y yo gritamos. Alguien intentó alumbrarlo con su linterna, pero solo pudimos alcanzar parte de final. Todos coincidimos en que era una rata, pero lo cierto es que aquel animal era presagio, junto con el aire más puro, de que estábamos al final de aquella galería.

A medida que íbamos avanzando parecía que la oscuridad se iba disipando.

—Apaguen las linternas —dije yo.

—¿Qué ocurre? —preguntó Ico.

—Enseguida lo verás —le contesté.

—¡Parece que hay luz al final! —dijo con alegría Moneiba.

Efectivamente llegaban tímidos rayos de luz natural. Cada paso que dábamos era más notoria aquella tenue claridad. De repente nos encontramos ante una garganta de la cual entraba luz en medio de una cueva de tamaño considerable si lo comparábamos con las estrechas galerías por las que habíamos venido. Para que te hagas una idea, era como una cancha de tenis.

Tanausú estaba tan emocionado que se adelantó a nosotros con aquellos palos y vendaje, lo que supuso un dilema entre todos: o se había curado o la emoción era grande por salir de aquel lugar. Pero aquello de repente se convirtió en el mayor desastre, pues lo vimos desaparecer de pronto en medio de aquella poca luz y chillar. Al igual que nosotros, Tanausú iba mirando hacia arriba, pero desconocíamos lo que había hacia abajo y pecamos de imprudentes. El desenlace fue trágico: había caído. No se oía nada.

De abajo venía un vientecito lo cual daba entender que había alguna corriente. Rápidamente encendimos nuestras linternas y allí abajo en torno a unos dos metros y medio estaba tumbado en un pequeño saliente, y como no se movía, pensamos lo peor.

Ico sacó de su mochila unas cuerdas, arnés, mosquetón y todo el entramado de la escalada que él practicaba y nos dijo:

—Voy a descender. Voy a asegurar las cuerdas, pero eso sí, hay que subirlo luego. Pero me temo lo peor. No se mueve.

—Ojalá sea la conmoción por el golpe y esté aturdido o sin sentido —repuso Doramas.

Así fue, yo al menos di las gracias a todos los santos, esos que tenía mi abuela por toda la casa, de que Ico estuviera allí. Ella bajó cual experta que era hacia Tanausú y nos dijo:

—Respira, está vivo.

Acto seguido con su cantimplora le refrescó la nuca y la cara. Tanausú salió de aquel letargo, pero con tal movimiento brusco que casi hace caer a Ico hacia el resto del precipicio.

—Tranquilo, que aparte del susto que nos has dado, también vas a acabar con mi vida.

—Chicos, recemos para que este saliente sea firme o de lo contrario aquí morimos ahora mismo dos personas. Yo me voy a asegurar a la pared con unos tornillos por si las moscas. Le coloco a él el arnés y lo subís. ¿De acuerdo?

—Sí —chillamos todos.

No fue fácil subir a Tanausú porque no ponía de su parte y por más que Ico le decía que sus pies debían apoyarse contra la pared, él jamás lo hizo. La altura no era considerable y en unos segundos llegamos a él con los brazos y terminamos de alzarlo.

—¿Estás bien? —le preguntó Gara.

—Sí, solo me duele un poco la cabeza —respondió Tanausú.

Doramas le tocó la cabeza y, efectivamente, tenía allí un chichón, pero nada que repercutiera en un mayor problema.

—¡No se olviden que aquí hay una rescatadora en un foso!

—¡Ay, Dios, Ico! —gritó Moneiba.

Lanzamos la cuerda con el arnés y ella casi salió por su propio pie.

Allí sentados en el suelo miramos a Tanausú y él nos dijo que estaba bien y que lo sentía. Todos le fuimos diciendo que no se preocupara y que nos podía haber pasado a cualquiera, porque nadie miraba hacia el suelo. Nadie lo hubiese imaginado.

—Lo importante es que estés bien —dijo Ico.

En asamblea de amigos, todos empezamos a aplaudir y abrazarnos. De los momentos que habíamos vivido, este era el más cercano a la muerte en el que habíamos estado; había motivo para la alegría y para estimarnos y abrazarnos.

Apagamos nuestras linternas en medio del asombro y la alegría de volver a ver la claridad, el sol y, sobre todo, estar bien. Cuando nos giramos, aquella oquedad nos pareció mayor que antes. En medio de ella había como un tragaluz hacia la superficie por la cual entraba tímidamente la claridad. Al estar con mayor tranquilidad pudimos apreciar que podrían tener unos quince metros de largo aquellos tubos excavados hacia la superficie y lo que estaba bajo nosotros era la continuación de lo mismo. El diámetro parecía indicar que aquello fue la consecuencia de un intento para hacer un pozo, aunque estos cortes no eran uniformes del todo, pero daban a entender que hubiesen sido hechos por una potente maquinaria.

De repente sentí un codazo. Era Gara. Me estaba señalando con un dedo hacia un lugar. Todos nos fuimos girando, porque lo más sorprendente estaba por llegar.

Aquel lugar era digno de uno de esos programas de National Geographic o de algún documental de espacios singulares de Canarias. Lo más sorprendente era que en aquel sitio hubiera tan abundante vegetación. Había sombra pero la luz propiciaba aquel verdor. También había abundante agua en estanques, bien por el impermeable suelo o porque esta se retenía en una especie de tanquillas junto a la pared. Incluso había una pequeña fuente, que había sido usada por mano humana porque tenía como canalillo de salida un trozo de pitero vacío y el agua caía dentro de un dornajo, un pino que había sido preparado para tal fin y que Tanausú nos dijo que le recordaba a uno que había muy cerca de casa de su abuela.

Los paseos con el abuelo por los barrancos del sur, junto con su amor por la botánica me llevó a distinguir plantas, arbustos y árboles que se los iba explicando a mis compañeros ante el asombro de ellos. Cuando les iba explicando, Gara se acercó y, dándome un beso en la mejilla, me dijo:

—No los canses que desde la tercera planta que les dijiste, desconectaron.

Al menos me dio tiempo de explicarles que estábamos en medio de un vergel y que muchas de aquellas plantas eran difíciles de encontrar en la vertiente sur de la isla. Contamos dos almendreros, varios cirueleros y al menos tres pinos, una media docena de sabinas.[22] Junto a helechos,[23] unas plantas con flores violetas[24] y otras de colores amarillosos, naranjas y rojos, que para no aburrir tampoco les describiré.

Era indescriptible la sensación, pero en el avance circular, nos dimos cuenta de que de un lateral entraba también luz. Decidimos avanzar y nos encontramos que había numerosas ventanas excavadas hacia la superficie, por donde la claridad invadía todo y era la resultante de tanta vida. Allí, en aquellos salientes, el aire era más seco. Algunos de aquellos miradores estaban sin techumbre con lo cual el sol incidía enormemente sobre los sitios y había tabaibas, cardones, balos, bejeques o verodes[25] o cucharillas como las llamaba yo. Justo al lado había un tagoror, que era un espacio circular rodeado de piedras donde los guanches se reunían para decidir asuntos importantes.

Estábamos en un lugar que muy claramente tuvo un uso por los aborígenes de esta zona de lo que las crónicas hablaban, los últimos guanches de la isla. Lo cierto es que allí no encontramos ni vasijas, ni enseres ni tan siquiera restos de aquellos antepasados, si bien las crónicas sitúan a pocos kilómetros de aquí una de las mayores necrópolis guanches.

Pareciera como si el tiempo se hubiese detenido en aquel lugar. Eran tantas las cosas que nos llamaban la atención. Junto a las descritas, el sol dibujaba una línea que atravesaba el tagoror.

Las tres ventanas de piedra miraban hacia un barranco que no era el mismo por el que habíamos entrado. Pero Tanausú, al llegar clarificó que se trataba del mismo, pero ahora estábamos a una cota superior. Parecía poco creíble porque nosotros escasamente habíamos subido, o al menos así nos lo parecía; pero había que creerlo. Acto seguido nos dimos la vuelta y decidimos continuar nuestro camino hacia la salida tras beber un poco de agua fresca de aquella fuente y escachar unas pocas de almendras con una piedra. Todo aquello era digno de ver.

Parecía todo fácil, pero bordear el hueco en el suelo para continuar por el trayecto que llevábamos se empezó a complicar porque había un pequeño sendero que en alguna parte parecía ser minúsculo y un descuido nos llevaría al precipicio.

La primera en pasar fue Ico, sus padres y ella hacían continuamente rapel. Era la que llevaba el material, era en definitiva la experta. Hizo los pertinentes anclajes de seguridad. Todavía aún, pese a los años, doy las gracias por la gente estupenda con la que fuimos haciendo un grupo de amigos.

La rubia, aseguró uno de esos anclajes en donde estábamos y luego se echó a caminar por aquel minúsculo sendero al borde del precipicio. Estaba claro que había ido con los mejores y aquella muchacha tenía un par de ovarios grandes como una catedral.


[22]. La sabina canaria (Juniperus turbitana) es un arbusto o pequeño árbol que alcanza los diez metros de altura y crece en la zona semiárida de transición entre el matorral costero y la laurisilva a barlovento o entre el matorral costero y el pinar a sotavento de las islas. Esta formación fue degradada paulatinamente por la acción especialmente después de la conquista de Canarias por aportar una madera muy fuerte que fue utilizada para la construcción de casas y armas, junto a la necesidad de crear suelo agrícola.

[23]. El helecho (Woodwardia Radicans) es una especie relíctica de la era terciaria, refugiada en zonas de clima oceánico, con elevada humedad edáfica y atmosférica, como las que se dan en los bosques de laurisilva de la Macaronesia. En Canarias, es una especie propia de riscos, taludes y nacientes situados en las zonas más húmedas de la laurisilva y el fayal-brezal, principalmente vaguadas, barrancos y bordes de pistas y carreteras, siendo frecuente y hasta abundante en algunas zonas muy concretas, como los bosques de la cordillera de Anaga, en Tenerife, el Parque Rural de Doramas, en Gran Canaria, y el bosque de Los Tilos, en La Palma. Sus ejemplares pueden llegar a vivir hasta más de veinte años, desarrollando un grueso tronco que paulatinamente se rinde hacia el suelo por el peso de las frondes. Su nombre genérico (Woodwardia) está dedicado a Thomas J. Woodward, botánico inglés del siglo XVIII especializado en plantas criptógamas. El específico (Radicans) procede del latín radicare (‘enraizar’), haciendo referencia a los bulbillos apicales de sus frondes y su capacidad para echar raíces fácilmente cuando entran en contacto con la tierra.

[24]. El tusilago morado (Pericallis cruenta) es una planta perenne de tallos erectos, hojas orbiculares con los nervios rosáceos y con denso tomento rosa carmesí-purpureo por el envés. Es una especie endémica de Canarias, presente en Tenerife, aunque también se ha citado en las islas de La Gomera, El Hierro y Gran Canaria, pudiéndose haber extinguido en alguna de ellas. Se encuentra en zonas húmedas y umbrías del monte.

[25]. El bejeque o verode (A Urbicum) es un endemismo canario con más de treinta especies diferentes. Tiene las hojas en forma de cuchara dispuestas en una roseta ancha en el extremo superior del tallo. Tiene flores rosadas o blancas y crece en lugares húmedos. Se aplica en el exterior de la piel con callos para su curación en forma de cataplasma.