Capítulo 11

Al final, cuando recogemos a la niña, esta se está despidiendo de su profesora, que la felicita como al resto del compañeros. Para celebrarlo, la familia Ruiz nos invita a cenar por Nochebuena. Van a hacer una comida conjunta con el resto de los alumnos de danza. Mis tíos acceden y volvemos a casa a prepararnos. Lo único bonito de mi armario es una falda oscura de brillantes, que acompaño con un pulóver de color blanco crema y unas botas. Mis tíos me esperan en el sillón con un pastel en sus manos.

Volvemos a la plaza para encontrarnos todos en una larga y rectangular mesa donde están sentados la mayoría de los vecinos. Localizo a Noah entrando en el restaurante y lo sigo. Está a punto de sacar los entrantes. Lo saludo al caminar a su lado.

—¿Puedo ayudar en algo?

—Hay que sacar bastante comida, cualquier ayuda se agradece.

Asiento y agarro una de las muchas bandejas que hay sobre un estante. Sirvo los platos en la gran mesa y repito mi acción hasta que se vacía la repisa y los niños se sientan para comer. Muchos de ellos se ven cansados y otros, enérgicos; sin embargo, todos están felices por haber hecho una gran actuación. Me siento cerca de mis tíos; Noah lo hace unas sillas más allá. Las familias conversan animadamente mientras disfrutan de la comida.

El cielo está totalmente negro, excepto la luna. Los niños que aún no se han dormido, entre ellos, Dara, corretean por la plaza bajo la tenue luz de la farola. Todo esto es maravilloso e, internamente, agradezco la decisión de venir al pueblo. A pesar de que me ofrezco, no me dejan ayudar a recoger y utilizo el móvil durante la sobremesa. Suena el tono de llamada predeterminado. Me alejo lo suficiente de la mesa y contesto al ver quién es:

—¿Pasa algo?

—¿Cómo te atreves a evitarme una semana entera? Mamá está enfurecida y no te imaginas cómo estoy yo.

—¿Y me has preguntado cómo estoy yo, acaso? —espeto al encontrarme cerca de la arena.

—Solo necesito saber dónde estás —se justifica.

—Judith, no necesitas saberlo. Mamá lo sabe, pero no he sido yo la que se lo ha contado. —Me distraigo viendo a algunos niños jugando en la arena—. Voy a pasar el resto de las vacaciones donde quiera que me encuentre —recalco las últimas palabras.

—Ven a pasar la Navidad con nosotros, por favor.

—Tarde. Te deseo feliz Navidad y próspero año nuevo —recalco antes de colgar.

Sacudo la cabeza. Podría habérselo dicho, nuestra discusión no es tan extrema como para odiarnos, pero su ego es muy irritante cuando se trata de ella. Detrás de mí, las farolas que quedaban apagadas se encienden iluminando un poco más la zona. Miro al suelo y una sombra se acerca; levanto la cabeza y la apoyo en el pecho de Noah, una vez está lo bastante aproximado.

—Se te oía molesta —dice. No parece incomodarle mi gesto—. ¿Estás bien?

—Un problema familiar.

—¿Quieres desahogarte?

—Otro día —zanjo la conversación cerrando los ojos.

—Te he traído un regalo.

Pone frente a mi cara el paraguas rojo que le presté ayer. Eso no cuenta como regalo, porque ya me pertenece. Omitiendo ese detalle, lo tomo.

—Gracias.

—Si te soy sincero, me alegra haberte encontrado. Me intrigó saber más acerca de la chica que casi tira el café con un paraguas.

—No sabes lo que me alegré de que no pasara.

—Lo mismo pienso.

—Queda poco para que terminen las fiestas, ¿qué harás luego?

—Supongo que volveré a la ciudad —digo sin ponerle demasiada atención, pues esta se concentra en no caerme y contemplar el mar a oscuras—. Por ahora solo quiero quedarme aquí.

—Esa es una decisión sabia —hace una pausa—. Cinco minutos para las doce.

—Feliz Navidad adelantada.

—Feliz Navidad adelantada.

Y así nos quedamos. Inmóviles, respirando coordinadamente y con mis sentimientos a flor de piel. Pasan los minutos y suenan las campanas de medianoche. Todos ríen y celebran de fondo en la mesa. Únicamente deseo a la Navidad que esto sea el comienzo de algo nuevo y mejor. Aprieto contra mi pecho el paraguas que me ha salvado dos veces de una forma que jamás olvidaré.



FICHA DE LECTURA

Capítulo 10

24 de diciembre. Víspera de Navidad.

Recibo un mensaje de Noah que suplica que vaya a su casa para ayudarlo a preparar a su hermana. No tardo mucho en llegar, llamo a su puerta y él me abre rápidamente, su cara se ilumina y me hace rodar los ojos.

—¿Es tan difícil ayudar a vestirse a una niña?

—No lo sé, dímelo tú.

Se aparta para dejarme pasar. Es la primera vez que entro y solo el pasillo principal me parece espacioso. Una escalera de caracol me conduce hacia las habitaciones. Dos puertas tienen un letrero con el nombre de cada hermano. Abro la de Dara, está vacía; todo desperdigado por el suelo. Se escucha su voz intensa en el baño, al final del pasillo. Para llegar hasta ahí, paso al lado de la habitación de Noah. Cuando ella me ve, farfulla algo y pone un cepillo en mis manos.

—Menos mal que estás aquí. A mamá no se le ocurre otra cosa que dejarme con Noah.

No puedo contener una carcajada, que se ahoga al escuchar un carraspeo a mi espalda.

—¡Qué terrible! —se burla un poco dolido.

—Ya estoy aquí. Por lo menos ya estás vestida. Te peinaré y terminas de prepararte tú sola, ¿vale?

—¡Sí!

—No pinto nada aquí, ¿verdad?

—Quédate. Así aprendes a peinarla.

Da un rodeo y se sienta sobre la lámina de cuarzo del lavamanos. Me observa cómo, arrodillada, hago un moño perfecto mientras se entretiene hablando con la hermana. Después de fijarle el peinado con un poco de gomina, me levanto y la niña se dirige a su cuarto para cumplir su parte.

Noah me ayuda a ordenar el baño. Me dirijo a la habitación de Dara. Vuelvo a mirar al cartel de la habitación del chico y me sorprende verla totalmente abierta. La examino sin entrar, obviamente, hasta que siento su presencia detrás de mí. Noah pasa a dentro sin empujarme y reparo en una única ventana en la pared. Da al mar. Esa era la vista que admiré hace unos días. No tarda en seguir mi mirada y me invita a entrar con un gesto. Cruzo el dormitorio con dirección a la ventana. El azul monocromático del paisaje marítimo es admirable.

—Este pueblo tiene las mejores vistas, ¿no te parece, Copito?

—Concuerdo contigo.

Dara llama a la puerta para avisar de que ya está preparada. Recogemos la mochila con sus zapatillas y vamos a la academia. Allí, la instructora se encuentra rodeada de veinte niños vestidos con mallas y tutús.

—¿A qué hora es la función? —pregunto a Dara antes de dejarla con sus compañeras.

—A partir de las cuatro y media, en la plaza.

—Perfecto. Dos horas sin preocupaciones —Noah capta mi atención—. ¿A la playa, Copito?

—Si no tienes otra cosa —digo fingiendo indiferencia.

—Te encantó y lo sabes.

—Vámonos.

—No lleguen tarde —advierte Dara—. La otra vez me quedé sola en la recepción.

—No seas mentirosa. Llegamos a tiempo —declara su hermano alejándose conmigo a su lado.

Hemos vuelto a la playa escondida. Las dos horas se pasan volando  en carreras llenas de trampas y empujones y me arrepiento de haber gastado energía haciendo el tonto. Casi desfallezco cuando siento los brazos de Noah alzándome. Me carga al hombro como si de un saco de papas se tratase y empieza a subir las escaleras. Paso mis brazos alrededor de su cuello y esta vez me doy por vencida.

—No molestas, tranquila.

—A la mitad me sueltas —digo sin mirarlo.

—A la orden.

Cumple lo acordado y me baja. Miro el trecho que falta y tengo ganas de volverme a subir. Saltamos los escalones restantes de dos en dos. Siete minutos. Corremos lo más rápido que podemos y no sé cómo llegamos a tiempo a la plaza, sin chocarnos con farolas o paredes. Hoy tiene un escenario de unos metros y, frente a este, más de diez filas de sillas que se van llenando a pocos minutos de comenzar. Nosotros nos sentamos en las más cercanas, delante del todo.

La actuación empieza puntual. Ya todos los asientos están ocupados, llenos de padres y abuelos. Giro mi cabeza y encuentro a mis tíos al fondo, al lado de los señores Ruiz. Dara no aparece en el escenario hasta el tercer acto, acompañada de dos niñas pelirrojas. Se nota que ha practicado durante mucho tiempo. Siempre he querido aprender a bailar y ella danza con mucha elegancia. Representan distintos movimientos con gracia y sutileza. Tres horas más tarde, todos los alumnos dan una vuelta alrededor del tablado y se ponen en fila para despedirse del público. Los asistentes, incluyéndonos, aplaudimos con fuerza y con silbidos a los bailarines.

—Lo has hecho genial, hijo mío —alaba una señora.

—¡Bravo, Dara! —vitorea su hermano.

—¡Ha quedado genial, chicos! —felicita la profesora, que se ha puesto en el centro de sus alumnos —. No se vayan sin despedirse.


Capítulo 9

Mi tío tiene por costumbre ir a pescar los domingos a alta mar. Aunque el único que vaya a salir temprano sea él, el escándalo que forma para buscar sus cañas y anzuelos nos quita el sueño a mi tía y a mí. Bajo las escaleras con una sudadera y un pantalón de chándal del mismo color, y la escena entre la búsqueda de sus pertenencias y el sonido de la batidora me hace bostezar. Entro en la cocina tras saludar desde lejos a mi tío y le doy un beso en la mejilla a mi tía al pasar junto a ella. Pongo mi desayuno sobre la mesa, arrugando la frente por el molesto ruido del electrodoméstico.

—Buenos días, cielo —se escucha por encima de la batidora—. Dentro de un rato me ausentaré para ver a una vieja amiga y me quedaré a comer. Me gustaría que limpiases la casa.

—Está bien. Hoy Dara vendrá a casa porque no tiene ensayo.

—¿También Noah?

—No, la traerá y la recogerá luego.

—Me dijo que iba a trabajar en el restaurante y prefirió pedirme si podía dejarme a su hermana en vez de que se quedara con él hasta que acabara.

Dara es una niña encantadora y es muy sencillo complacerla, puesto que no le costó mucho a Noah que aceptara. Tiene que traerla dentro de cuarenta y cinco minutos. Mi tía se dirige hacia su habitación y, poco después, el sonido del cierre de la puerta principal me avisa de que ambos ya han salido.

Para tener el resto del día libre, agarro la escoba y barro los dos pisos. Me doy cuenta de lo grande que es la casa y que no había entrado en todas las habitaciones hasta ahora. El cuarto más sucio es el trastero. Primero, limpio el suelo, pero llaman mi atención algunos objetos y dejo el cepillo a un lado. Hay montañas apiladas de ropa de colores extravagantes y vistosas; encuentro discos de hace cuatro décadas desperdigados y pósteres enrollados en una de las esquinas. Me intriga su contenido, pero recuerdo la visita y salgo del cuarto.

Al acabar, me pongo de puntillas en el pequeño balcón de mi habitación. Mi mirada está a la misma altura del tejado de enfrente. La última vez que estuve asomada en un balcón se oía el tráfico y las cotorras del edificio de enfrente que se gritaban desde sus terrazas como en este momento.

Descanso escuchando la lista de reproducciones que he activado en mi móvil y mi cerebro reacciona al relacionar una de las canciones con una melodía aún familiar. Es muy pegadiza. Mi memoria, de nuevo, me hace presenciar la escena del paraguas y sacudo la cabeza antes de comprobar la canción. Ya la escuchaba desde hace meses, pero, por la tontería del encuentro de aquella noche, comencé a tararearla más frecuentemente.

Justo en ese momento, la voz de Dara me saca de mis pensamientos:

—¡Alexia!

—¡Ya voy!

Mi mirada busca la de Noah. Viene de la mano con su hermana. Desde mi perspectiva es más visible la diferencia de la altura y del pelo entre los dos, aunque se llevan más de ocho años. Agilizo el paso cuando suena el timbre de la puerta. Un gesto innecesario sabiendo que los he visto al llegar. Abro la puerta y Dara se me abraza con fuerza soltándose de su hermano. Noah se queda en el umbral observando el interior.

—Cómo se nota cuando no está tu tía —dice.

—¿A qué te refieres?

—Solo digo que con su obsesión por la limpieza… Ya sabes… —se excusa y ruedo los ojos.

—Tu madre no te quiere en casa, ¿a que no?

—Solo hasta las cinco. No ha pasado ni un día desde que llegó y ya está pintando las habitaciones. Dice que, si no la ayudo, mejor que no esté estorbando. —Se subió al poyo de la cocina—. Tampoco trabajo hoy.

—Pues tienes el día libre. Felicidades. Adiós, Noah.

Estoy a punto de cerrar, pero él pone su pie impidiendo que se cierre. Vacilo en si dejarlo entrar o no.

—A mi hermana no le importa. No seas cruel y déjame pasar.

—¿Sabes cocinar?

—¿Tú no? —mi silencio es la respuesta—. ¿Quieres comida italiana?

—¡Yo sí! —chilla Dara y espera mi confirmación sin separarse de mi cintura.

—Supongo que no hay problema.

—Bien. El restaurante está cerrado, por lo que nadie molestará. Muéstranos el camino, Dara; Alexia no sabe dónde es.

Pido un minuto para prepararme, tomo la cartera y las botas, y salgo después de ellos para cerrar con llave. Antes de guardar el móvil le escribo un mensaje a mi tía por si necesitase algo.

El restaurante está situado a unos metros de la playa principal, en el núcleo turístico. Es un establecimiento con elegancia italiana, las mesas se distribuyen fuera debajo de algunas sombrillas cerradas y el resto se encuentra en el interior a través del cristal decorado con el logo del negocio. Veo el parque a lo lejos, junto a otros bares y más tiendas.

Mientras Noah busca entre sus llaves y abre el local, Dara me recita información del restaurante, con algunas correcciones por parte de su hermano. El lugar por dentro es asombroso, muy refinado. La luz principal la despide una lámpara de techo compuesta por esferas cristalinas. Las mesas situadas por todo el comedor tienen una distribución similar, dejando un pequeño pasillo a su alrededor.

Aún es pronto para comer, pero nos apañamos para entretenernos hasta la hora. Dara juega conmigo y Noah me explica recetas, utensilios y su vida en Italia cada vez que su hermana se distrae atrayéndome a la cocina gigante del fondo. Como ella no tarda en darse cuenta, me pongo pegada a la ventanilla que separa ambas salas para atenderlos a los dos.

—¿Has cocinado alguna vez?

—Arroz, pero no te lo recomiendo. Mi compañera de piso tampoco lo hará —niego, y me río al recordar su mueca al probarlo.

Noah me enseña la base de la cocina italiana y me convierto en la ayudante durante un rato, con la niña trayéndonos los ingredientes de la nevera. A la hora de comer, Dara y yo colocamos una mesa alejada de la entrada y nos sentamos un momento. Su hermano aparece con los platos de comida. Los deja en su sitio y se sienta junto a nosotras. Pruebo el primer bocado de la lasaña. Está increíble. La mirada de Noah está pendiente de mi reacción.

—¿Qué tal?

—Está muy buena —digo después de un nuevo mordisco.

El triunfo es apreciable en su rostro. Unos treinta minutos después, acabamos de comer y yo friego mientras los dos hermanos recogen la mesa y la limpian. Volvemos a mi casa y nos quedamos en el sofá viendo la televisión. Noah está con los pies cruzados, subidos en la mesa, Dara está cambiando los canales con el mando y yo reviso mi móvil cuando escucho una notificación:

¿Dónde estás? No coges el teléfono fijo y mamá no me deja en paz. Bastante tengo con mi vida para tener que ocuparme de ti.

Lo acompañan diez mensajes más del mismo tono, Me recorre una rabia interna y lo único que hago para no molestar al resto es bufar y rodar los ojos de manera desagradable. La bloqueo, ni que yo no tuviese una vida. Ya hablaré con ella cuando regrese. Ese gesto no pasa desapercibido para Noah, quien me mira antes de volver a la pantalla. El sonido de llaves en el exterior alerta y mi tío aparece tras esta con la caña sobre su hombro y una nevera portátil en la mano.

—Pescado para cenar —exclama alzando el botín. Estornuda; tiene la camisa empapada. Pronto nos mira, desde Noah a Dara, yo en el centro—. ¿Y esta reunión?

—Somos Noah y Dara Ruiz, señor —saluda la niña educadamente.

—Claro que te conozco, hija. ¿Quieren quedarse a comer?

Pero la pregunta la hace mirándome a mí, como si yo fuera a oponerme. Noah se adelanta, poniéndose de pie:

—No, gracias. Ya nos vamos.

—¿Ya?

—Sí, ya son más de las cinco. Exacto —afirma cuando comprueba su reloj—. Tienes que dormir temprano para mañana.

Mi tío asiente y se va a ducharse. Yo no intervengo. Con una mueca de tristeza, Dara me entrega el mando y me da un cariñoso abrazo. Noah, en cambio, se mantiene de pie, me guiña un ojo y se acerca a la puerta. Ella se posiciona a su lado y la abre:

—Está lloviendo, Noah.

—Bueno, no podemos quedarnos aquí —repone. Me arrepiento de no haberle dicho lo contrario y sigo sin poder hacerlo—. Habrá que correr.

—No, no. Coge mi paraguas y ya me lo devolverás.

—Será divertido correr bajo la lluvia —rechaza mi oferta y suspiro por lo desagradecido que ha sido.

—Sí. Igual de divertido será para Dara perderse la actuación y enfermarse por tu idea de diversión —repongo con sarcasmo. Ante esto, su hermana adopta una expresión temerosa y jala de la camiseta del chico.

—Vamos, coge el paraguas —ordena. Él hace caso. Salen con el paraguas abierto sobre sus cabezas.

Apago la televisión con el propósito de ponerme el pijama y tumbarme a leer en el hueco de mi habitación donde aún se percibe luz solar. En ese momento, oigo un chasquido que me detiene proveniente de la puerta de la calle que está todavía abierta. Al girarme hacia ella, Dara parece nerviosa escuchando el murmullo de su hermano y comenta:

—Seguramente mi hermano te habrá invitado, no querrá estar solo —Mira a Noah y él niega señalándome con la cabeza—. Quiere que te lo diga yo, así que, espero que vengas mañana a la actuación.

—Me encantaría.

—Gracias. —La sonrisa desaparece cuando se vuelve a su hermano—. Vámonos antes de que me enferme.

—Como digas, jefa.

Se van después de que Noah me guiñe un ojo y suspiro por ir a mi habitación, rogando al menos veinte minutos de claridad natural.


Capítulo 8

El oleaje es perfecto para hacer surf, actividad que no me emociona practicar pero no pierde su encanto. El movimiento del agua me hipnotiza; perderme cualquier detalle de la playa en este momento sería desolador. A mi lado, la respiración de Noah se coordina con el sonido de las olas al chocar con la arena. No decimos nada durante un prolongado rato. Dejando de lado el malestar del principio, siento muy relajante su compañía. No suelo conseguir un silencio extenso sin que sea incómodo por ambas partes. Aun así, tengo interés por saber acerca de él.

De un momento a otro, se despega del metal y capta mi atención con un suave toque en la espalda:

—Vamos a la playa.

Sin esperar repuesta, se sube al barandal y salta, cayendo sobre sus pies en la arena. También me subo, pero yo no salto. Me quedo sentada un poco incómoda sobre la barra balanceando los pies y me agarro fuertemente a ambos lados. Mientras se aproxima al agua, se agacha y se vuelve hacia mí poco después. Con el sol a su espalda, su físico se vuelve más difícil de examinar a contraluz, pero puedo observar que lleva algo en la mano. Indiscreta y torpemente, aterrizo con lo que aparenta ser un salto y me acerco a él.

—¿Qué es? —pregunto quedando casi pegada a Noah.

—¿Lo quieres?

Asiento extendiendo la mano que no tiene el guante y lo deposita en esta. De pronto, siento unas diminutas patas en la palma de mi mano y grito, dejándolo caer.

—¡Bruta! Es un pobre cangrejo.

—¡Noah! ¡Qué susto!

Aún tengo la sensación de las extremidades del animal en mi mano y me estremezco por eso y por el repentino frío que llega. Noah busca con la mirada el paradero del cangrejo, pero lo ha perdido. Me siento cruzando las piernas y, tras un breve minuto sin decir nada, comenzamos una conversación. Hablamos de cualquier tema, desde preguntas superficiales hasta datos más personales. La única cosa que no detallo es mi riña con mi cuñado y mi hermana, no necesito hacerlo y él no insiste.

Acostada sobre la arena, miro el cielo. Noah imita la acción; nuestros hombros quedan a unos centímetros de distancia. En invierno anochece más temprano, quedando sobre nosotros una capa de nubes amplias y de contornos difusos que se tiñen de un color rojizo a medida que el sol se pone sobre la línea imaginaria del horizonte.

—Eres la chica del paraguas… —susurra antes de reírse él solo.

—¿Y eso ahora a qué viene? ¿De qué te ríes?

—De varias cosas, en realidad. Como, por ejemplo: ¿no es mucha casualidad que nos encontrásemos sin quererlo tres veces en dos semanas?

—¿Dos semanas?

—Eso creo.

—Estoy de acuerdo con tu lógica. Aun así, me parece que actué de dos formas completamente distintas. Añadiste apodos en ambas ocasiones.

—Si me contestas a una pregunta haré uno exclusivamente nuevo —afirma, y yo acepto. ¿Por qué el paraguas…?, digo, ¿ese paraguas es especial para ti?

—Sí.

«Viene a mi cabeza el momento en que me lo regalaron. Decirlo no parece algo tan excepcional como lo recuerdo yo, pero tiene una historia divertida», pienso en voz baja y levanto la cabeza. Se le ve interesado.

— Mi abuela viajaba mucho; una vez la acompañé a… bueno, no lo recuerdo —hago una pausa antes de seguir—. Una tarde de invierno comenzó a nevar mucho, tanto que mi pelo se teñía de blanco. Me llamó copito de nieve. Ella siempre llevaba su paraguas y me lo prestó esa vez para que cubrirme. Fue un buen día, al regresar a casa, le pedí que me lo dejara hasta que la volviera a ver, pues ella se quedó en aquel país. Aún lo tengo. Ella… ella murió a los pocos días.

No sé en qué parte de la historia comienzan a salir las lágrimas que, resbalando por mis mejillas van a parar a la arena. Mis ojos se cierran mientras me calmo. Al abrirlos, Noah sigue callado, como al principio de la narración. Me compadezco de él y me enderezo.

—Tu hermana debe estar esperándonos.

—Vamos.

Llegamos al barandal y, antes de subir, se para frente a mí para limpiarme algunas lágrimas que se han quedado en la cara.

—¿Ya tienes un apodo? —digo tiritando al percibir su roce.

—¿Te gusta el que te puso tu abuela?

—¿Copito?

—Sí.

—Parece nombre de mascota, pero me gusta.

Nos reímos ante mi comentario y elevo la vista para observar la empinada escalera. Decidimos competir por ver quién llega antes a la cima y a la academia. Puede que lo deje ganar para que me vuelva a enseñarme el camino de regreso. Seguramente.


Capítulo 7

Así ocurrió los días siguientes. La acompaño desde las tres y media hasta las siete y media en la academia y, luego, estamos juntas durante dos horas más antes de dejarla en su casa, donde la espera su hermano. Todavía no lo he visto, pero Dara afirma que se encuentra en su casa al volver y yo, con una pizca de desconfianza, espero a que ella se asome a su ventana para asegurarme de que está dentro.

El frío se hace presente después del mediodía y cada vez salgo más abrigada que el día anterior. Aun así, el paraguas sigue sin acompañarme porque no tiene pinta de llover ni de nevar. Me presento en su puerta cinco minutos antes para llegar pronto, pues han intensificado los ensayos y se encuentra más nerviosa. Me extraña no verla debajo del porche como habitualmente. Al principio supongo que es por culpa de mi antelación, pero no pasa mucho tiempo antes de comenzar a agobiarme.

—¿DARA…?

No hay respuesta. En un pequeño ataque, saco la llave que le dio su madre a mi tía y abro la puerta. Solo asomando la cabeza, repito mi pregunta, aunque con el mismo resultado. Cierro y no se me ocurre otra cosa que ir a la escuela de danza porque es el único sitio con el que he ido con ella, además de mi casa. Antes no ha mencionado esta actitud independiente, y eso hace que me preocupe aún más.

Troto con el corazón en la garganta. Soy un desastre. Entro velozmente en la academia, sorteo a las personas que están de pie y apoyo las manos en el mostrador, resoplando.

—¿Dara… está aquí? —jadeo al pronunciar cada palabra.

—Sí, entró hace diez minutos.

—¿Sola?

—No. Vino con su hermano, Noah.

Esto debería ser una broma. ¿No existen más nombres?

Señala la fila de sillas. La presión se me baja y no sé si es porque la niña no vino sola o si la razón es ese nombre. La casualidad de que conozca a tres personas con el mismo nombre en una zona con una pequeña población se vuelve aún más reducida. Miro en esa dirección por el rabillo del ojo. Efectivamente, todas están libres exceptuando la ocupada por un joven moreno que atiende a su móvil hasta que es mencionado. ¿Qué me pasa con el chico? Este me recorre con la mirada y, al llegar a mi cara, parece que me recuerda y sus ojos brillan con diversión. Hace un gesto para que me siente a su lado y yo, abatida, ejecuto la acción.

—Alexia.

—Noah —articulo con la mirada al frente—, ¿trabajas?

No quise decirlo así; iba a preguntarle si no trabaja en este momento. Ahora. Él no se espera la pregunta, pero se le escapa una carcajada al ver mi cara abochornada. Juego con mis dedos bajo los finos guantes, a la espera de su respuesta.

—¿Te extraña? —dice cuando para de reírse. Yo niego mirándolo. Su rostro se enseria al centrase en mí—. Es broma, trabajo de camarero para pagarme los estudios.

—En el restaurante de tus padres, supongo.

—Sí que me conoces.

—Para nada —sonrío y él bufa divertido.

Se levanta de su asiento guardando el móvil en su bolsillo trasero. Mi primera impresión es que me deja a su hermana para llevársela luego. No obstante, se gira sobre sus talones y me ofrece su mano, tal y como lo hizo el día que nos conocimos. Dudo sin quitarle mis ojos de encima.

—¿Vienes? —Sacude su mano acercándola.

—¿Y tu hermana?

—Quedan cuatro horas —anuncia alzando una ceja—. No veo que te hayas traído nada para entretenerte.

—Y contigo me divertiré un montón —ironizo con una gran sonrisa.

—Vamos, anda —dice cansino. Coge mi mano y me levanta de un tirón mientras se gira a la recepcionista para añadir—: si mi hermana pregunta, dile que Alexia se aburría mucho.

Con mi mano libre, pues la otra sigue entrelazada con la suya, lo golpeo levemente en el hombro. Encima, la culpa de la espera sería mía. Ladeo la cabeza mientras me conduce hacia la puerta. No lo conozco, él a mí tampoco. Van a ser cuatro horas encantadoras que empiezan cuando salimos a la calle. Nos paramos. Noah gira su cabeza a ambos lados, decidiendo el camino que tomaremos. Sin soltar mi mano, nos aleja de la academia para desviarse bajando una escalera de piedra muy empinada. Me sujeto a la barandilla para bajar con cautela, pero mi guía se apresura arrastrándome detrás de él. Muchos escalones más tarde, termina dándome un mareo y lo freno de un tirón. Aprovecho su desconcierto mientras respiro con ansiedad.

—¿A dónde vamos? —comienzo a hablar cuando tengo suficiente fuerza.

—¿Esperarías a verlo?

—La curiosidad me gana.

—Pues no estaría mal que te perdiera alguna vez.

Suelta mi mano de repente y comienza a bajar muy rápido el resto de los escalones. Maldigo antes de intentar seguirlo desde una distancia considerablemente larga. Cuando llego al final, Noah se encuentra observándome con aire de triunfador. Paso de él, apoyando mi cuerpo sobre un barandal a su lado. Lo evito mirando el horizonte; hemos llegado a una extensa y maravillosa playa. Inclinando la cabeza, puedo ver a varios metros de distancia el puerto del pueblo.

—¿Seguimos en el pueblo?

—No, exactamente. Este es la playa que no suelen conocer los turistas, porque su acceso es a través de la zona residencial y tampoco suelen bajar muchos vecinos.

—Se ve muy bonita para no ser muy visitada —suspiro. Noto su mirada en mí, pero la ignoro.

—Lo es.


Capítulo 6

El tiempo reproduce mi estado de ánimo al levantarme; un manto de nubes grisáceas cubre cualquier rastro azul del cielo y el fresco clima atraviesa mi fino pijama, pero no parece no lloverá. Paso veinte minutos en el piso de arriba cambiándome. Me decanto por un jersey color beige y unos vaqueros. Esta vez no cojo el paraguas al salir y espero que el presentador del tiempo no se equivocase.

En lugar de desayunar en la cocina, cojo una manzana del frutero y le doy un mordisco mientras cierro la puerta principal con llave, como siempre hago cuando mis tíos se van a trabajar. Para reanudar mi itinerario, subo la calle por el camino que seguí al llegar a mi casa la primera vez. Según la hora que estableció la amiga de mi tía, Isabel, no tengo que recoger a su hija hasta dentro de una hora y cuarto, así que salgo ya por si me pierdo al cambiar la ruta.

Ahora puedo mirar los edificios con más atención. Ninguno es exactamente igual al contiguo y esa es una ventaja que aprovecho al ser nueva en el lugar. A diferencia de hace tres días, que seguíamos recto hacia abajo, giro a la izquierda en la siguiente esquina para enfrentarme a una pequeña fuente circular y la rodeo para continuar el camino. Estoy dando tantas vueltas que el pueblo llega a parecerme un laberinto con callejuelas sin salidas. Miro el reloj para comprobar que he estado una hora caminando sin sentido y me apresuro para llegar a la vivienda como una persona puntual.

Visualizo una casa blanca muy elegante al final del sendero de piedra. Es la última vivienda de la fila antes de llegar a la playa, teniendo seguramente las mejores vistas desde la ventana de la pared opuesta. Cada vez más cerca, en su puerta, veo dos adultos rubios y de tez pecosa con una gran maleta que hablan con una niña con tutú rosa y un abrigo oscuro. La reconozco como una de las niñas que se encontraban jugando a la pelota aquel día. También es rubia y tiene el pelo recogido en un moño alto. Me acerco a ellos.

—Hola, soy Alexia, la sobrina de Verónica —me presento. Ellos asienten sonrientes—. Vengo a recoger a su hija.

—Claro. Yo soy Ruth y él es mi marido, Marco.

—Encantada. —Mis ojos se dirigen hacia la pequeña—. Dara, ¿verdad?

—Sí —responde ella—. Oye, mis padres se van ya, así que me tienes que llevar a la academia. No quiero llegar tarde.

—De acuerdo, pero me tienes que decir dónde está. Todavía no la he visto.

—Ella te guiará —dice la madre—. Adiós, cariño, pórtate bien con Alexia y tu hermano.

¿Su hermano? Él sería el familiar que trabaja hasta tarde. Disimulo mi asombro con un ademán de comprensión, y los padres se despiden una vez más de nosotras antes de sujetar el asa de la maleta y alejarse hasta desaparecer al doblar la esquina. Dara me agarra de la muñeca y comienza a caminar tirando de mí. Repite una y otra vez que no quiere llegar tarde. Avanzamos un rato hasta que se frena de pronto frente a un bonito estudio de puertas de cristal bajo un letrero donde se lee: «Escuela de Danza y Ballet».

Entro detrás de Dara, que se sienta para ponerse las zapatillas en uno de los bancos más próximos de la sala. Ya con ellas puestas, se despide de mí diciéndome la hora de salida y, con la chaqueta en mano, se adentra en el pasillo hasta incorporarse en su clase, la tercera a la derecha.

La recepcionista me lanza alguna que otra mirada durante los cuarenta minutos que paso sentada en el banco que ocupaba Dara. Me he quedado sin objetos que examinar desde mi posición y el aburrimiento empieza a hacer efecto.

—¿Familiar?

—¿Perdona? —Ni siquiera le estaba haciendo caso.

—De la niña —especifica. La observo: una mujer joven y visiblemente cansada se encuentra tras el mostrador y solo despega los ojos del ordenador para mirarme unos segundos.

—No, no. Solo está a mi cargo.

—¿No estaba el hermano por aquí?

—Eso dicen, pero no lo vi al recogerla.


Capítulo 5

Decido salir temprano a explorar la zona después de un día entero dentro de la casa mientras me arreglo una coleta alta que sujeta una larga melena morena y me acomodo las gafas que agradan mis ojos color café. El paraguas rojo está sobre la mesa del comedor, listo para acompañarme en la expedición.

—Si no está nevando ni lloviendo, Alexia.

—Por si acaso —le respondo a mi tío—. Nunca se sabe de lo que me puede salvar esto.

Aún hay charcos de la lluvia sobre algunas piedras del suelo. Los evito mientras juego con el paraguas y al mismo tiempo me fijo en las diferentes edificaciones del pueblo. Es evidente que han remodelado las viviendas con pinturas atractivas que conforman la mayoría de las callejuelas. Me detengo al llegar a la plaza circular. Esta zona es una combinación turística y pesquera, se nota por la concentración de bares, restaurantes y tiendas de suvenires que hay hasta llegar a la playa.

Me siento en un banco cercano tras pedir un café amargo, aunque el sabor no es mi favorito. Hace mucho frío. Observo a visitantes y residentes dar un paseo mañanero por el lugar. Cerca de un quiosco hay un grupo de niños jugando en el parque. Me hubiera gustado traer algún libro o pasatiempo, perono tenía muy meditada la idea del viaje hasta hace unos dos días y solo quería salir de la ciudad. Me levanto para seguir el recorrido cuando mi móvil vibra dentro del bolso y veo la notificación:

—Eras la chica del paraguas, ¿o me equivoco de Alexia?

Claro que me sonaba el nombre del copiloto.

—Es Noah Ruiz —me digo a mí misma—. ¿No podía ser una casualidad encontrar a dos personas con el mismo nombre?

No sé cómo ha conseguido mi número; ese será el menor de los problemas. Tiene mi número y sabe dónde estoy viviendo; más ventajas no puede conseguir. Vuelvo a leer el mensaje y reflexiono acerca de las similitudes que encuentro entre ambas situaciones para responder a mi pregunta.

Noto un objeto golpear mi pierna derecha y suelto un quejido. Busco alrededor de mi pie y veo que es un balón atrapado bajo el banco. Miro hacia los lados en busca del responsable, y, para mi sorpresa, una niña que aparenta no tener más de diez años acompañada de otro niño rubio de edad similar, se acercan pasando su mirada de mí a la pelota, y de nuevo a mí.

—¿La pelota es tuya?

—Sí, ¿nos la das? —pregunta el niño—. Estábamos jugando…

—Se nos escapó. Fue sin querer —justifica la niña.

—No pasa nada. —Me agacho a cogerla dejando el paraguas en el suelo—. Aquí la tienen.

Se la entrego y me lo agradecen antes de volver a la cancha del parque con el resto de sus amigos mientras yo pongo rumbo a la playa. A medida que me acerco, el sonido del mar se mezcla con la fría brisa que traspasa el abrigo que llevo puesto. Me detengo en la barandilla y el olor del mar inunda mi olfato. Respiro profundamente y me permito disfrutar del momento de paz.

Poco después recibo un nuevo mensaje. Lo primero que me viene a la cabeza es la posibilidad de que Noah me haya vuelto a escribir, pero es una nota de mi tía avisándome del almuerzo. Una última ojeada es lo que necesito para plasmar en mi mente la imagen de una hermosa playa casi desierta y ando con algo de prisa para evitar un enfado por su parte.

La televisión está encendida. A esta hora suelen poner los informativos de después del mediodía, tal y como los locutores daban las noticias que se ponían durante la hora de la comida cuando estábamos en la casa de mis padres hace unos tres años. Este pensamiento me hace recordar que tengo unas cuantas llamadas perdidas de mi hermana. Le escribiría un mensaje, pero no me apetece hablar con ella tras lo ocurrido. Ya lo haré.

Coloco el paraguas en el paragüero de la entrada y voy decidida a ayudar a poner la mesa. Estoy segura de que me llamó solo para colocarla, pues, según el cronómetro del horno, aún quedan veinte minutos para que se termine la comida. Cuando acabo de colocar todo en la mesa, me siento en una de las sillas a distraerme con el móvil.

Nos colocamos los tres en la mesa frente a cada uno de los platos con berenjenas rellenas. Una de mis comidas preferidas, que solían preparar cuando venía a visitarlos. Como los últimos dos días, a la hora de comer y si no hay nada interesante en el telediario, hablamos de temas casuales sobre lo que ocurre en la pastelería donde trabajan o en el pueblo en general. Son muy sociables y buenos vecinos.

—Antonio, me encontré a Isabel en la plaza, estaba recogiendo a su hija.

—¿Y hablaste con ella?

Ella asiente. La conversación se había tornado en un diálogo entre ellos dos y yo sigo comiendo en silencio para cotillear disimuladamente.

—Me dijo que Dara está en una academia de ballet.

—¿Pero no es Navidad? —pregunto.

—Sí, pero tienen un compromiso en la ciudad y no tiene con quién dejarla. Estaba buscando una persona que la cuidase la mayor parte del tiempo.

—¿Y dónde duerme? —mi pregunta no tuvo respuesta esta vez.

—Así que se me ocurrió que, como Alexia está de vacaciones… —De la impresión al mirarla me cruje el cuello y hago una mueca de dolor—. Le he dicho que no le importaría hacer de cuidadora.

—Cariño, eso debías haberlo consultado con tu sobrina antes de darle una respuesta.

En eso tiene razón. Mi idea de vacaciones nunca fue cuidar de niños, sino escaparme de la ciudad hasta mitad de enero. Haciendo caso omiso a todas las cosas con las que puedo contradecirle solo la observo detenidamente para elegir bien las palabras.

—¿Y ella aceptó sin más?

—No puso ninguna objeción. Por las noches estará con alguien de la familia, pero que trabaja durante el día.

Eso no me ayuda mucho. Creo que al contarme todo esto da a entender que estoy dentro desde el primer minuto.

—¿Y cuándo empiezo?

—Tiene una exhibición la semana que viene, por esa razón, estará ensayando en la academia todos los días menos los domingos. Igualmente, ese día también puedes cuidarla.

—¿Necesita a alguien que la lleve, la recoja y esté con ella hasta el sábado? —resumo más para mí que para mis tíos.

—Exacto, ¿te parece bien?

Asiento, encogiéndome de hombros. En verdad, tampoco me desagrada tanto la idea. Por mucho que me guste la tranquilidad y estar a mis anchas, de este modo no pasaré las tres semanas únicamente paseando por las callejuelas del pueblo. Solo espero es que nos llevemos bien.


Capítulo 4

—Ya hemos llegado.

Bruscamente se para frente a una casa y tengo frenar en seco para no chocarme con él. Compruebo el resto del camino hacia abajo y puedo ver el cartel de las ofertas y la carpa del supermercado a dos casas exactas de nuestra situación.

—Gracias.

—Te lo agradezco yo. Me has ahorrado la mitad del viaje en taxi —bromea y yo ruedo los ojos.

—¡Alexia! —La voz me resulta familiar y me doy la vuelta.

Mi tía sube por el sendero acelerando el paso hasta llegar a nosotros y fundirme con uno de sus abrazos. Por el rabillo del ojo, veo a mi acompañante mirando el encuentro. Utilizo la excusa de su exclusión para separarme como puedo mientras ella pone sus manos sobre mis hombros para analizarme.

—Alexia, hija. Has cambiado una barbaridad —dice con una sonrisa—. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez.

—Sabiendo que llevo diez años sin verlos…

—Pues eso, mucho tiempo —repite contenta.

—Vamos a entrar, por favor. Tengo sueño —digo acompañándolo de un bostezo. Giro mi cabeza para despedirme del guía sin nombre—. Eh… Gracias de nuevo.

—No hay de qué —me guiña el ojo.

Está a punto de irse cuando mi tía, que también había puesto su atención en él, suelta un chillido cuando parece reconocerlo.

—Noah, cariño. —El recién nombrado la saluda con un ademán—. No sabía que venías hoy.

—Por un momento yo también lo pensé.

—Y menos aún que conocieras a mi sobrina.

—Compartimos el taxi hasta aquí —intervengo en la conversación.

—¿Vienes a ver a tus padres? Estarán encantados de verte.

—Iba a hacerlo, aunque primero debía dejar a una niña perdida en su casa.

Lo miro estupefacta; sigo aquí escuchando su conversación incrédula. Así que esa es su actitud…

—Las llaves, por favor —le pido a mi tía un poco frustrada por su comentario.

—Está bien. Nos vemos pronto —dice mi tía, dirigiéndose a Noah—. Avisa a tu madre para cenar juntos alguna vez.

—Por supuesto —asegura. Le sonríe y se gira hacia mí –. Nos vemos, niña perdida.

—Adiós, Noah.

Hago una señal para que mi tía me pase las llaves. Noah se da media vuelta para emprender el camino y le echo un último vistazo antes de acercarme a la puerta y abrirla. Entro antes que ella para descargar el equipaje sobre el sillón más cercano. Mi tío aparece en el salón vestido con una bata larga y azul mientras sostiene el periódico local. Al verme, extiende los brazos y yo me acerco para darle un fuerte abrazo. Parece que ambos abrazos fueron distintos, pero necesitaba liberarme del peso cuando abracé a mi tía fuera.

—¿Cómo has estado, pequeña? —Me da una pequeña vuelta y yo respondo con un casi inaudible «bien, gracias».

—Antonio, no te vas a creer a quién acabo de ver —habla mi tía cerrando la puerta tras ella.

—¿A quién?

—A un tal Noah. ¿Lo conoces? —digo con mera curiosidad.

—Niña, Noah es hijo de los Ruiz. Sus padres son los dueños del restaurante italiano Dolce Ruiz —explica dejando el abrigo en el perchero.

—Ruiz… Me suena mucho el apellido, aunque no encuentro la relación…

—¿El restaurante es conocido?

Mi tío me responde asintiendo con la cabeza.

—Ese joven tiene tu edad, ¿no?

—Sí. Lo ha conocido hoy.

—¿De verdad? Hasta ahora ni sabía su nombre.

—Bueno, ¿quieres cenar?

—No, gracias. Tengo mucho sueño y quiero ver la habitación. Buenas noches.

—Deberías mudarte completamente a tu habitación antes de salir —me recuerda mi tía mientras subo las escaleras.

Muestro mi conformidad con la mano. El pasillo se ramifica en cuatro habitaciones con puertas blancas, además de un baño al final. Todas las puertas están entreabiertas menos una; es decir, la que se convertirá en la mía. La abro haciendo el menor ruido posible y enciendo la luz comprobando mi suposición. Tiene un diseño minimalista que me agrada: las paredes blancas adornadas con algunas estanterías de madera a juego con el escritorio; la cama hecha, se supone que lleva tiempo sin ser usada y hay un ropero justo al lado de la ventana con el balcón más amplio que he visto.

Me vuelvo a recoger el equipaje al piso inferior, pero lo encuentro sobre el escalón más alto de la escalera. Vocifero un gracias antes de entrar de nuevo. Empiezo a ordenar lo más superficial e imprescindible del contenido de las maletas. Pasa un gran rato hasta que escucho fuertes gotas de agua caer contra las piedras de fuera. Me doy prisa en abrigarme y busco una silla para sentarme cerca del cristal. Poco después, mi tío aparece por la puerta abierta con una taza de chocolate caliente.

—De pequeña te gustaba mucho beber chocolate caliente cuando llovía así, aunque no sé ahora —comenta sentándose en el borde de la cama y añade—: Además, tu tía no te iba a dejar sin cenar algo. —Le sonrío antes de tomármelo velozmente y se lo entrego—. Buenas noches, Alexia.

Suspiro frente a la ventana que se empaña con cada exhalación difuminando la luz de las farolas que se encienden poco a poco. Las diminutas gotas de agua continúan sus veloces carreras adheridas al cristal y desaparecen una tras otra al llegar a la meta. Cuando vuelvo a mirar la cama, él ya no está.

La débil tormenta incrementa su fuerza y el frío se hace presente por toda la habitación. Me abrazo con la intención de estabilizar la temperatura del cuerpo, pero tarda bastante en lograrlo. Echo una última mirada al exterior antes de buscar refugio bajo las mantas de mi cama.


Capítulo 3

Miro mi reloj cuando se acaba la lista de reproducciónLista de reproducción Una lista de reproducción, del inglés playlist, es una lista de canciones, lo que popularmente siempre se conoció en el mundo hispanohablante como cancionero o repertorio, también puede utilizarse los términos catálogo musical.. Me he dormido. Fue tras la tercera canción y la música siguió sonando dentro mi cabeza. Al tenerla apoyada en el sillón, lo primero que puedo ver es un paisaje a velocidad constante que combina extensos campos verdes y largas filas de bonitas casas adosadas con pequeñas gasolineras y farolas urbanas junto a cada una de las viviendas.

Vuelvo la cabeza hacia la parte delantera y recuerdo que comparto el taxi cuando veo su silueta. Acerco la cabeza cautelosamente para intentar analizarlo sin que se dé cuenta. Está utilizando su móvil, así que procuro darme prisa y examinar los rasgos más superficiales. Ahora sí creo confirmar que debe tener mi edad o unos pocos más. Su cara se refleja en el retrovisor. Reparo primero en su pelo negro y despeinado que, a plena luz, complementan pequeños destellos rojizos. El respaldo y el incidente de antes lo hacen parecer más alto que yo. No distingo el color de sus ojos puestos sobre el teléfono, así que, bajo la vista hacia sus imperceptibles y diminutas pecas. Se ríe dejándome examinar sus dientes casi perfectos. Me centro de nuevo en el retrovisor mientras tarareo levemente la canción que estoy escuchando.

De repente, apaga el móvil y sus ojos atrapan los míos a través del espejo. No puedo describir su expresión, aunque tampoco puedo explicar por qué no he rehuido su mirada. La melodía de una nueva canción comienza a sonar en mi cabeza. Nos quedamos unos minutos así, yo hipnotizada por querer descubrir el color de su iris, hasta que el bostezo del taxista interrumpe la conexión y la respuesta del desconocido es sonreírme antes de admirar el paisaje a través de su ventana. Esa sonrisa otra vez. No muestra los dientes, como la primera vez, pero consigue mi completa atención.

El resto del viaje me quedo observando su nuca, solo por tener un punto de referencia, aunque no quiero acosarlo desde detrás. Me concentro en pensar en los próximos meses; planificar todo en mi cabeza es algo fundamental para enfocarme en mi objetivo: comenzar de cero en un lugar a más de cincuenta kilómetros de distancia.

El taxista se aburre en un punto del viaje y pronto la melodía se ve afectada por el sonido de la radio local. Cambia tres veces la sintonía hasta que se da por vencido y el silencio vuelve al interior. Alza la cabeza para seguir conduciendo durante unos minutos antes de hablar:

—¿Tienen algún motivo para alejarse tanto de la ciudad?

Me quedo callada. Espero paciente a que mi acompañante responda primero; sin embargo, su respuesta no llega.

—Voy a pasar las vacaciones en el pueblo —explico muy brevemente—. Mis tíos viven allí —añado.

—Conozco el sitio y quiero cambiar de aires —dice el chico.

—¿Falta mucho?

—No. Aquella salida a la derecha —contesta a la vez que señala con la mano libre.

—Genial.

Llegamos a la entrada del pueblo tal y como había dicho el conductor. Al bajar, ambos cumplimos lo pactado y nos dividimos el coste. Nos despedimos del taxista y este da media vuelta y se aleja. Avanzamos unos metros hasta encontrarnos en la parte más alta del pueblo. Es un pueblo muy bonito. Desde mi punto de referencia, las casas coloridas y restauradas, organizadas en callejuelas, se van concentrando en forma de anfiteatro alrededor de una gran plaza que desemboca en una playa. La luz del cercano atardecer, que me da directamente en los ojos, no me permite disfrutar totalmente de la hermosa vista del pueblo, pero es uno de los panoramas que más me han cautivado hasta ahora.

Seguimos caminando por el sendero principal de piedras grisáceas. Ambos nos movemos en silencio y puedo escuchar los sonidos de nuestro entorno. Pasamos por delante de las primeras casas. Ahora que lo menciono, no recuerdo que me hayan dicho dónde está la casa, por lo que parece que estamos dando un paseo, arrastrando equipaje sin destino alguno. Me vuelvo hacia el chico del que aún no sé su nombre. Ya estoy un poco harta de eso e intento aprovechar la situación para intentar desvelar dos incógnitas momentáneas:

—Una aclaración —empiezo con la timidez que me caracteriza y capto su atención en cuestión de segundos—: le dijiste al conductor que conocías el pueblo, ¿no?

—Sí.

—¿Podrías…?

—¿Sabes dónde viven tus tíos? —interrumpe colgándose la mochila al hombro.

—No es que no sepa, es que se les ha olvidado decírmelo cuando me llamaron.

—Eso es un no.

—Bueno, ¿te importaría acompañarme?

—No, claro que no me importa. Pero hay un inconveniente: no sabes donde viven.

—Déjame que haga una llamada y nos vamos.

—No hay problema.

—Luego podrás irte y… —anticipo con el móvil en la mano y la intención de justificarme.

—Ve a hacer la llamada. —Señala un lugar no muy apartado y asiento.

A cierta distancia marco el número de mi tía y espero a que conteste.

—Alexia, ¿ya estás aquí? —Ella y mi tío son los únicos que saben a dónde me he marchado debido a mis impulsos de marcharme en el último momento.

—Sí. Estamos entrando al pueblo.

—Perfecto. Tu tío está en casa y yo voy saliendo de la peluquería.

—A propósito de eso, en ningún momento me indicaron cuál de todas estas casas es la tuya.

—¿Tu madre no te escribió un papel con la dirección? —pregunta extrañada.

—Sí, pero solo salía el nombre del pueblo.

—Estoy segura de que se lo dije —reafirma ella—. Bueno, en todo caso, nuestra casa está pintada de color celeste, tiene balcones con azaleas rosas y blancas y dos casas más abajo hay un supermercado. Lo verás mejor si vienes desde la parte superior; es decir, de la entrada del pueblo. ¿Sabe que estás aquí?

—No. De acuerdo. Gracias.

—Avisa cuando llegues.

Cuelgo el teléfono y cojo la maleta del suelo junto al pelinegro, que sigue en la misma posición.

—¿Ya sabes dónde viven, niña perdida?

—Sí, y no me llames así. Es la primera vez que me pasa.

Eso no es del todo cierto, pero tampoco es una mentira. No obstante, no tiene porqué enterarse.

—Y viven en… —se burla de mi desconcentración.

—¡Ay!, un momento… – utilizo los dedos para enumerar los datos —. Es una casa celeste con un balcón con flores y cerca hay un supermercado, ¿te sirve?

—Creo que me ubico. Solo hay dos supermercados en el pueblo: uno en la zona de viviendas, donde estará la casa de tus tíos, y otro junto a la plaza, que siempre está llena de turistas.

—En ese caso, muéstrame el camino.

Intercambiamos escasas palabras durante el trayecto, la mayoría eran datos puntuales y superficiales sobre el pueblo. La noche ya ha caído y las luces de las farolas se encienden a la vez. Me estampo con una de estas por no mirar hacia delante, él se burla, pero no tarda en sucederle lo mismo.

—Por reírte —espeto tocándome la frente a causa del golpe.

A partir de ahí, nos sumimos en un silencio agradable.


Capítulo 2

El ruido del despertador no es la razón por la que me levanto. Aprovecho, de mala gana, para desayunar. Tengo las maletas preparadas desde hace dos días. No me gusta no tener las cosas organizadas. Mi compañera se está duchando y decido bajarlas antes de decirle adiós, hasta el año siguiente. En el portal, llamo a un taxi y este se acerca hasta la entrada. Las pongo en el sillón trasero y le indico que espere un momento. Entro a la recepción y veo a mi compañera ya vestida y con sus bolsas en la mano. Ella también se va por Navidad, pero la recoge su hermano dentro de media hora. Nos damos un abrazo y nos deseamos buenas vacaciones mutuamente.

Salgo de allí en busca del taxi, ahora estacionado en doble fila, que aguarda con mi equipaje mientras me despido. Levanto la mano para que me reconozca, acelero el paso y, cuando estoy a tres metros de la puerta, aparece en mi campo de visión una persona que se dirige a toda prisa en dirección al vehículo. El pánico me invade y velozmente me sitúo entre el desconocido y la puerta aún cerrada del taxi.

No me doy cuenta de la corta distancia entre ambos hasta que levanto la cabeza para encararlo. Al fijarme en la persona, un chico que aparenta rondar mi edad, veo su cara de confusión ante mi comportamiento. Mis ojos vuelven al suelo al conectar con los suyos. Incómodamente, me muevo hacia la izquierda apoyando una de las manos en la manija para evitar su entrada. Me enderezo sin levantar la cabeza.

—Lo siento. El taxi está ocupado —aclaro con la intención de alejarlo y poder irme lo más rápido posible.

—Acabas de llegar, es imposible.

—Mi equipaje está dentro. —Señalo la parte trasera del taxi. Él se acerca para verificarlo—. Fue una pausa antes de irme, es decir, en este momento —explico haciendo un ademán de abrir la puerta del copiloto.

—Espera, por favor —suplica—. Necesito un transporte justo ahora y no hay ninguno libre.

Observo a mi alrededor y compruebo que tiene razón. Es normal, a esta hora no suele haber taxis desocupados. Por eso, he pedido amablemente que permaneciera ahí para no tener el mismo problema que el joven extraño. No quiero ser insolente, pero sigue siendo un desconocido. Con lo que me cuesta decidir las cosas…

—Puedes subir —digo invitándolo.

—Gracias, de verdad.

—Con una condición —anuncio antes de dejarle pasar. Él espera a mi sentencia—: Pagarás la mitad de lo que cueste el taxímetro.

—¿Desde este momento?

—Desde que el taxi lleva esperando.

—¿Cuánto es eso?

—Por ahora nada —interrumpe el taxista. Ambos lo miramos y asentimos.

—Está bien. —Accede tras una pausa y ofrece su mano.

No soy capaz de aceptarla, pero no parece contrariado. En su lugar, me mira de una forma que no había visto antes, me rodea para sentarse de copiloto y lanza su mochila a los asientos de atrás. Abro la puerta trasera y me siento en el único asiento disponible. Acomodo el equipaje a un lado para buscar la nota donde mi madre apuntó la dirección de mi destino sin saber cuándo iría. La encuentro en el pequeño bolso de mano sobre la maleta.

—¿A dónde se dirige cada uno?

—A… —empiezo leyendo el trozo de papel escrito con rotulador fluorescente.

—A Portesur del Monte —me corta el copiloto.

—Ese es mi destino —replico extrañada y corroborando la dirección.

—Pues vamos al mismo sitio, supongo.

—Eso es bueno, menos paradas —se dice a sí mismo sonriente y sin sorprenderle la coincidencia—. ¿De verdad no se conocen?

Me parece que lo dice de forma irónica, pero ambos negamos con la cabeza. Por una parte, es mejor así, no quiero llegar más tarde de lo que ya voy. Desvío mi cabeza y, sabiendo el largo viaje que me espera, conecto los cascos con la intención de relajarme para luego revisar cualquier cosa en el móvil y escuchar música sin estorbar. Un comienzo de viaje muy interesante.