El oleaje es perfecto para hacer surf, actividad que no me emociona practicar pero no pierde su encanto. El movimiento del agua me hipnotiza; perderme cualquier detalle de la playa en este momento sería desolador. A mi lado, la respiración de Noah se coordina con el sonido de las olas al chocar con la arena. No decimos nada durante un prolongado rato. Dejando de lado el malestar del principio, siento muy relajante su compañía. No suelo conseguir un silencio extenso sin que sea incómodo por ambas partes. Aun así, tengo interés por saber acerca de él.
De un momento a otro, se despega del metal y capta mi atención con un suave toque en la espalda:
—Vamos a la playa.
Sin esperar repuesta, se sube al barandal y salta, cayendo sobre sus pies en la arena. También me subo, pero yo no salto. Me quedo sentada un poco incómoda sobre la barra balanceando los pies y me agarro fuertemente a ambos lados. Mientras se aproxima al agua, se agacha y se vuelve hacia mí poco después. Con el sol a su espalda, su físico se vuelve más difícil de examinar a contraluz, pero puedo observar que lleva algo en la mano. Indiscreta y torpemente, aterrizo con lo que aparenta ser un salto y me acerco a él.
—¿Qué es? —pregunto quedando casi pegada a Noah.
—¿Lo quieres?
Asiento extendiendo la mano que no tiene el guante y lo deposita en esta. De pronto, siento unas diminutas patas en la palma de mi mano y grito, dejándolo caer.
—¡Bruta! Es un pobre cangrejo.
—¡Noah! ¡Qué susto!
Aún tengo la sensación de las extremidades del animal en mi mano y me estremezco por eso y por el repentino frío que llega. Noah busca con la mirada el paradero del cangrejo, pero lo ha perdido. Me siento cruzando las piernas y, tras un breve minuto sin decir nada, comenzamos una conversación. Hablamos de cualquier tema, desde preguntas superficiales hasta datos más personales. La única cosa que no detallo es mi riña con mi cuñado y mi hermana, no necesito hacerlo y él no insiste.
Acostada sobre la arena, miro el cielo. Noah imita la acción; nuestros hombros quedan a unos centímetros de distancia. En invierno anochece más temprano, quedando sobre nosotros una capa de nubes amplias y de contornos difusos que se tiñen de un color rojizo a medida que el sol se pone sobre la línea imaginaria del horizonte.
—Eres la chica del paraguas… —susurra antes de reírse él solo.
—¿Y eso ahora a qué viene? ¿De qué te ríes?
—De varias cosas, en realidad. Como, por ejemplo: ¿no es mucha casualidad que nos encontrásemos sin quererlo tres veces en dos semanas?
—¿Dos semanas?
—Eso creo.
—Estoy de acuerdo con tu lógica. Aun así, me parece que actué de dos formas completamente distintas. Añadiste apodos en ambas ocasiones.
—Si me contestas a una pregunta haré uno exclusivamente nuevo —afirma, y yo acepto. ¿Por qué el paraguas…?, digo, ¿ese paraguas es especial para ti?
—Sí.
«Viene a mi cabeza el momento en que me lo regalaron. Decirlo no parece algo tan excepcional como lo recuerdo yo, pero tiene una historia divertida», pienso en voz baja y levanto la cabeza. Se le ve interesado.
— Mi abuela viajaba mucho; una vez la acompañé a… bueno, no lo recuerdo —hago una pausa antes de seguir—. Una tarde de invierno comenzó a nevar mucho, tanto que mi pelo se teñía de blanco. Me llamó copito de nieve. Ella siempre llevaba su paraguas y me lo prestó esa vez para que cubrirme. Fue un buen día, al regresar a casa, le pedí que me lo dejara hasta que la volviera a ver, pues ella se quedó en aquel país. Aún lo tengo. Ella… ella murió a los pocos días.
No sé en qué parte de la historia comienzan a salir las lágrimas que, resbalando por mis mejillas van a parar a la arena. Mis ojos se cierran mientras me calmo. Al abrirlos, Noah sigue callado, como al principio de la narración. Me compadezco de él y me enderezo.
—Tu hermana debe estar esperándonos.
—Vamos.
Llegamos al barandal y, antes de subir, se para frente a mí para limpiarme algunas lágrimas que se han quedado en la cara.
—¿Ya tienes un apodo? —digo tiritando al percibir su roce.
—¿Te gusta el que te puso tu abuela?
—¿Copito?
—Sí.
—Parece nombre de mascota, pero me gusta.
Nos reímos ante mi comentario y elevo la vista para observar la empinada escalera. Decidimos competir por ver quién llega antes a la cima y a la academia. Puede que lo deje ganar para que me vuelva a enseñarme el camino de regreso. Seguramente.