Capítulo 10

24 de diciembre. Víspera de Navidad.

Recibo un mensaje de Noah que suplica que vaya a su casa para ayudarlo a preparar a su hermana. No tardo mucho en llegar, llamo a su puerta y él me abre rápidamente, su cara se ilumina y me hace rodar los ojos.

—¿Es tan difícil ayudar a vestirse a una niña?

—No lo sé, dímelo tú.

Se aparta para dejarme pasar. Es la primera vez que entro y solo el pasillo principal me parece espacioso. Una escalera de caracol me conduce hacia las habitaciones. Dos puertas tienen un letrero con el nombre de cada hermano. Abro la de Dara, está vacía; todo desperdigado por el suelo. Se escucha su voz intensa en el baño, al final del pasillo. Para llegar hasta ahí, paso al lado de la habitación de Noah. Cuando ella me ve, farfulla algo y pone un cepillo en mis manos.

—Menos mal que estás aquí. A mamá no se le ocurre otra cosa que dejarme con Noah.

No puedo contener una carcajada, que se ahoga al escuchar un carraspeo a mi espalda.

—¡Qué terrible! —se burla un poco dolido.

—Ya estoy aquí. Por lo menos ya estás vestida. Te peinaré y terminas de prepararte tú sola, ¿vale?

—¡Sí!

—No pinto nada aquí, ¿verdad?

—Quédate. Así aprendes a peinarla.

Da un rodeo y se sienta sobre la lámina de cuarzo del lavamanos. Me observa cómo, arrodillada, hago un moño perfecto mientras se entretiene hablando con la hermana. Después de fijarle el peinado con un poco de gomina, me levanto y la niña se dirige a su cuarto para cumplir su parte.

Noah me ayuda a ordenar el baño. Me dirijo a la habitación de Dara. Vuelvo a mirar al cartel de la habitación del chico y me sorprende verla totalmente abierta. La examino sin entrar, obviamente, hasta que siento su presencia detrás de mí. Noah pasa a dentro sin empujarme y reparo en una única ventana en la pared. Da al mar. Esa era la vista que admiré hace unos días. No tarda en seguir mi mirada y me invita a entrar con un gesto. Cruzo el dormitorio con dirección a la ventana. El azul monocromático del paisaje marítimo es admirable.

—Este pueblo tiene las mejores vistas, ¿no te parece, Copito?

—Concuerdo contigo.

Dara llama a la puerta para avisar de que ya está preparada. Recogemos la mochila con sus zapatillas y vamos a la academia. Allí, la instructora se encuentra rodeada de veinte niños vestidos con mallas y tutús.

—¿A qué hora es la función? —pregunto a Dara antes de dejarla con sus compañeras.

—A partir de las cuatro y media, en la plaza.

—Perfecto. Dos horas sin preocupaciones —Noah capta mi atención—. ¿A la playa, Copito?

—Si no tienes otra cosa —digo fingiendo indiferencia.

—Te encantó y lo sabes.

—Vámonos.

—No lleguen tarde —advierte Dara—. La otra vez me quedé sola en la recepción.

—No seas mentirosa. Llegamos a tiempo —declara su hermano alejándose conmigo a su lado.

Hemos vuelto a la playa escondida. Las dos horas se pasan volando  en carreras llenas de trampas y empujones y me arrepiento de haber gastado energía haciendo el tonto. Casi desfallezco cuando siento los brazos de Noah alzándome. Me carga al hombro como si de un saco de papas se tratase y empieza a subir las escaleras. Paso mis brazos alrededor de su cuello y esta vez me doy por vencida.

—No molestas, tranquila.

—A la mitad me sueltas —digo sin mirarlo.

—A la orden.

Cumple lo acordado y me baja. Miro el trecho que falta y tengo ganas de volverme a subir. Saltamos los escalones restantes de dos en dos. Siete minutos. Corremos lo más rápido que podemos y no sé cómo llegamos a tiempo a la plaza, sin chocarnos con farolas o paredes. Hoy tiene un escenario de unos metros y, frente a este, más de diez filas de sillas que se van llenando a pocos minutos de comenzar. Nosotros nos sentamos en las más cercanas, delante del todo.

La actuación empieza puntual. Ya todos los asientos están ocupados, llenos de padres y abuelos. Giro mi cabeza y encuentro a mis tíos al fondo, al lado de los señores Ruiz. Dara no aparece en el escenario hasta el tercer acto, acompañada de dos niñas pelirrojas. Se nota que ha practicado durante mucho tiempo. Siempre he querido aprender a bailar y ella danza con mucha elegancia. Representan distintos movimientos con gracia y sutileza. Tres horas más tarde, todos los alumnos dan una vuelta alrededor del tablado y se ponen en fila para despedirse del público. Los asistentes, incluyéndonos, aplaudimos con fuerza y con silbidos a los bailarines.

—Lo has hecho genial, hijo mío —alaba una señora.

—¡Bravo, Dara! —vitorea su hermano.

—¡Ha quedado genial, chicos! —felicita la profesora, que se ha puesto en el centro de sus alumnos —. No se vayan sin despedirse.