Capítulo 6

El tiempo reproduce mi estado de ánimo al levantarme; un manto de nubes grisáceas cubre cualquier rastro azul del cielo y el fresco clima atraviesa mi fino pijama, pero no parece no lloverá. Paso veinte minutos en el piso de arriba cambiándome. Me decanto por un jersey color beige y unos vaqueros. Esta vez no cojo el paraguas al salir y espero que el presentador del tiempo no se equivocase.

En lugar de desayunar en la cocina, cojo una manzana del frutero y le doy un mordisco mientras cierro la puerta principal con llave, como siempre hago cuando mis tíos se van a trabajar. Para reanudar mi itinerario, subo la calle por el camino que seguí al llegar a mi casa la primera vez. Según la hora que estableció la amiga de mi tía, Isabel, no tengo que recoger a su hija hasta dentro de una hora y cuarto, así que salgo ya por si me pierdo al cambiar la ruta.

Ahora puedo mirar los edificios con más atención. Ninguno es exactamente igual al contiguo y esa es una ventaja que aprovecho al ser nueva en el lugar. A diferencia de hace tres días, que seguíamos recto hacia abajo, giro a la izquierda en la siguiente esquina para enfrentarme a una pequeña fuente circular y la rodeo para continuar el camino. Estoy dando tantas vueltas que el pueblo llega a parecerme un laberinto con callejuelas sin salidas. Miro el reloj para comprobar que he estado una hora caminando sin sentido y me apresuro para llegar a la vivienda como una persona puntual.

Visualizo una casa blanca muy elegante al final del sendero de piedra. Es la última vivienda de la fila antes de llegar a la playa, teniendo seguramente las mejores vistas desde la ventana de la pared opuesta. Cada vez más cerca, en su puerta, veo dos adultos rubios y de tez pecosa con una gran maleta que hablan con una niña con tutú rosa y un abrigo oscuro. La reconozco como una de las niñas que se encontraban jugando a la pelota aquel día. También es rubia y tiene el pelo recogido en un moño alto. Me acerco a ellos.

—Hola, soy Alexia, la sobrina de Verónica —me presento. Ellos asienten sonrientes—. Vengo a recoger a su hija.

—Claro. Yo soy Ruth y él es mi marido, Marco.

—Encantada. —Mis ojos se dirigen hacia la pequeña—. Dara, ¿verdad?

—Sí —responde ella—. Oye, mis padres se van ya, así que me tienes que llevar a la academia. No quiero llegar tarde.

—De acuerdo, pero me tienes que decir dónde está. Todavía no la he visto.

—Ella te guiará —dice la madre—. Adiós, cariño, pórtate bien con Alexia y tu hermano.

¿Su hermano? Él sería el familiar que trabaja hasta tarde. Disimulo mi asombro con un ademán de comprensión, y los padres se despiden una vez más de nosotras antes de sujetar el asa de la maleta y alejarse hasta desaparecer al doblar la esquina. Dara me agarra de la muñeca y comienza a caminar tirando de mí. Repite una y otra vez que no quiere llegar tarde. Avanzamos un rato hasta que se frena de pronto frente a un bonito estudio de puertas de cristal bajo un letrero donde se lee: «Escuela de Danza y Ballet».

Entro detrás de Dara, que se sienta para ponerse las zapatillas en uno de los bancos más próximos de la sala. Ya con ellas puestas, se despide de mí diciéndome la hora de salida y, con la chaqueta en mano, se adentra en el pasillo hasta incorporarse en su clase, la tercera a la derecha.

La recepcionista me lanza alguna que otra mirada durante los cuarenta minutos que paso sentada en el banco que ocupaba Dara. Me he quedado sin objetos que examinar desde mi posición y el aburrimiento empieza a hacer efecto.

—¿Familiar?

—¿Perdona? —Ni siquiera le estaba haciendo caso.

—De la niña —especifica. La observo: una mujer joven y visiblemente cansada se encuentra tras el mostrador y solo despega los ojos del ordenador para mirarme unos segundos.

—No, no. Solo está a mi cargo.

—¿No estaba el hermano por aquí?

—Eso dicen, pero no lo vi al recogerla.