Al día siguiente, Pepe no podía esperar para entrar por la puerta del colegio. Tal era la prisa que llevaba que ni se despidió de su madre al salir del coche.
Cuando cogió aire, su pecho casi explotó de la emoción y entró para lucir su nueva pertenencia. ¡Ya verás qué guay!
Miraba a todo el mundo, profesores y alumnos, a través del ojo gandulGandul Vago; y aunque este hiciera unos esfuerzos enormes por enfocar la vista, Pepe era un artista disimulando y apenas se notaba.
Qué naturalidad, qué gallardía, qué actit…
¿A dónde vas, tolete?, le dijo una niña en el patio con una risita algo burlona. Pepe, sin darse cuenta, seguía caminando alrededor de vítores y miradas de admiración… La voz de un niño un poquito mayor que él interrumpió su paseo hacia la fama y, reconozcámoslo, no le acabó de gustar el «tonito» de su comentario: ¡Mira Pepe!
Ja, ja, ja, ja, ja, ja, empezaron risas de fondo, JA, JA, JA, JA, JA, JA, JA; murmullos, bz, bz, bz, bz, bz…; dimes y diretes, ¿por qué camina así con eso?, ¿qué se cree Pepe?
Por si fuera poco, le señalaban con el dedo a su paso. Los profesores no decían nada, supongo que quisieron «quitarle importancia». Típico de los adultos.
A nuestro simpático amigo no le convencía el camino por el patio…
Nada de esto era como se había imaginado.
Lo que en un principio le parecían vítores y admiración se estaba convirtiendo en algo que a Pepe le hacía sentir «regulín», mal, algo tonto… podría decirse que hasta (y esta es la parte que más me cuesta narrar) ridículo.
Fue al baño y se miró a trompicones en el espejo, esperando encontrar un pelo mal colocado, una mancha en la camiseta, la mochila abierta, un moco asomando en la nariz; no sé… cualquier cosa que le diera una explicación de la actitud tan cruel de sus compañeros.
Sonó la campana.
Total que, algo desconcertado, salió y fue al aula correspondiente (porque la educación es lo primero), colocó su mochila en el espaldar de su silla de color verde gastado, abrió también su pupitre verde aún más gastado y se dispuso a navegar por la aventura del saber…
La clase parecía ir como cualquier otro día hasta que, en un momento en que la maestra salió, su compañero de pupitre (a Pepe no le caía bien) gritó:
¡Viva Pepe Parche!
Todos empezaron a reírse como locos, menuda fiesta.
¡VIVA!, se burlaron.
Le señalaban el parche, se reían, le señalaban aún más… y reían aún más. Todo el mundo se reía… menos Pepe.
Al volver la maestra se callaron al unísono. Qué ironía, ¿verdad? Absolutamente nadie hizo el más mínimo gesto delator. Nadie en el mundo… menos Pepe.
Echó la cabeza abajo, cruzó los brazos. No dijo nada.
Las lagrimitas que poco a poco iban apareciéndole crearon un charco invisible tras el parche… haciendo que se despegara de su ojito. Frustrado, muy frustrado, se lo arrancó de golpe, llevándose algunos pelos de las cejas por el camino. ¡Para colmo!
A su alrededor tuvieron que contener la risa; y fue ahí, con esas risas apestosas, donde la maestra percibió que algo malo pasaba con Pepe…
¿Qué pasa aquí? ¿Qué son esas risitas? Todas las cabecillas mirando al frente menos una. ¿Estás bien, Pe…?
Pepe arrastró su silla hacia atrás y salió volando de la clase mirando al suelo con los mofletes bañados en lágrimas.
Su maestra imaginó la situación, y hasta se sintió culpable de su ausencia. Ordenó y recogió las cosas de Pepe por él y lo acompañó hasta que su padre vino a buscarlo.