Llegó a casa.
Pepe correteó por ella como si no la conociera, no sin antes soltar la mochila donde le vino bien al azar. Almorzó a ritmo de guepardo. ¡Mastica bien! No tenía la cabeza para trámites. Terminó la comida. Saltó de la silla. Buscaba desesperadamente, ¿el qué? Vete a saber. ¡Ay, ay, ay!
Primero oteó el salón, miró en un baúl, luego fue directo al altillo, al trastero, al garaje… (buena casa, mira tú; ideal para jugar al escondite).
Iba amontonando trastos en su habitación. Cajas a tutiplén. Su padre, pensando que Pepe estaba construyendo un alcázar, no pudo contenerse:
Mi niño, si no quieres ir mañana, se entiende perfectamente.
Sí quiero ir.
¿Quieres ir?
Sí.
¿Por qué estás tan seguro?
¿Por qué no?
Pepe sonrió, y con eso fue suficiente. Con esa sonrisa parecía el único en tener claro el origen del universo, nada menos. Así pues, su padre decidió no interponerse, ya habrá tiempo para ordenar.
Superada la tarde (y la merienda), la inquietud vencía a su padre, provocada por el barullo que salía de la habitación de Pepe.
Miraba de reojo, paseaba al lado de la puerta. ¿Qué estará haciendo este niño?
Ni una pista. Fisgoneó sin éxito. No supo qué tramaba.
Antes o después, la noche crecía y el ruido fue menguando, y el niño, tras varias risitas divertidas, durmió.
Durmieron todos en aquella casa.
Durmieron como hacía semanas…
Durmieron…
…del tirón.