Cap.8

Respondiendo al acto de misericordia de los guardias, la niebla roja estalló con el sonido de un trueno, aumentando su tamaño hacia el cielo y cubriendo aún más el lago. Las plantas bermejas brillaban como antorchas mientras los flujos de energía que manaban de los cuerpos de los vivos eran arrastrados con más y más fuerza hacia el interior de la bruma, una bruma donde se escuchaban horribles gruñidos y palabras cargadas de locura.
Muchos de los vagabundos cayeron al suelo, presas de un cansancio terrible, e incluso a Ewan le temblaron las piernas.
La única que no flaqueó fue Yebra, que se había alejado unos pasos y miraba desafiante hacia el lago. De ella no salía ni el más mínimo hilillo. Ewan se puso a su lado apoyándose en el bastón.
—Lo que me enseñaste en las visiones, tú tendida en la casa, mientras me observabas… —tragó saliva. Tenía que preguntarlo. Todo lo que había visto en ese sueño se había vuelto realidad —falleciste ayer, ¿verdad? Mientras yo estaba fuera, en la orilla.
La chiquilla se estremeció y se arropó el cuerpo con los brazos. Asintió en silencio.
Ewan no pudo evitar fijarse en lo serena y descansada que parecía ahora que la fatiga de los vivos ya no le pesaba. Le invadió una oleada de tristeza y rabia.
—¿Por qué? ¿Por qué no aguantaste un poco más?
Yebra miró fugazmente hacia uno de los bolsillos de la capa de viaje del norteño.
Ewan metió la mano en su interior. Allí, una pequeña piedra esmeralda brillaba con luz propia. Era la piedra que Yebra aferraba con todas sus fuerzas el día que se habían conocido. La chiquilla bajó la voz a un susurro:
—Era la última que me quedaba, la más grande y poderosa. El resto de los vagabundos tienen similares. Ralentiza la absorción, os da más tiempo. Podéis conseguirlo.
A Ewan se quedó sin respiración, abrumado por la culpa. Por esto era mala idea juntarse con extraños. Sintió algo deslizarse por sus mejillas. Lágrimas, saladas y sinceras como el mar del norte.
—¿Por qué a mí? ¡Podrías haberte salvado! ¡Podías ayudarles tú misma!
Yebra rio, con los ojos aún fijos en la palpitante bruma.
—La amistad es una reacción involuntaria, Ewan de Más Allá. Te elegí porque vi la fuerza en ti, porque tienes más cosas que hacer en el mundo de ahí fuera que yo. Aún viva, ya era un fantasma de un pueblo olvidado. Ahora te toca liderar. Vamos, arriba.
Ewan se levantó con esfuerzo, incapaz de mirar a la muchacha. Le quedaba una pregunta:
—Yebra, ¿qué es un Hablavientos?
La mujer esta vez sí lo miró con sus hermosos ojos castaños y una sonrisa de alegría:
—¡Tú lo eres! El primero en siglos, supongo. No sé demasiado sobre la materia, solo puedo decirte que ahora, cuando nos separemos, confíes en el viento. Te protege desde que entraste aquí, quizás incluso desde antes. Escúchalo y te ayudará.
Ewan tuvo un escalofrío. Algo inusual en el mundo era tener un bastón antiguo y mágico, pero estar en un valle maldito y ser capaz de hablar con el viento era algo que ni el norteño más loco podía imaginar.
—Vamos, tenéis que iros —le apremió Yebra—. Se está acercando. Cada segundo que paséis aquí os quita fuerzas.
—Yebra… —comenzó a decir Ewan. No encontraba palabras para agradecer todo lo que había hecho por él.
—¡Ve! —le cortó la mujer—Lo detendré un tiempo, pero no para siempre. Tenéis que poner la mayor distancia posible entre vosotros y la bruma.
El norteño se giró hacia los vagabundos, asustado por sus palabras. Aun así, se volvió hacia Yebra, que ahora tenía los brazos extendidos hacia el lago.
—Me alegro muchísimo de haberte conocido, Ewan de Más Allá —dijo sin dejar de mirar las aguas. Su voz era un contrapunto cálido y dulce a los crecientes chillidos de la bruma.
—Nos volveremos a encontrar, Yebra del Pueblo Huido —respondió Ewan con lágrimas en los ojos, recordando lo que ella había dicho sobre su gente—. En las estrellas, en el firmamento.
Ella no se volvió, pero Ewan sintió su sonrisa de alegría. No quería abandonarla, ojalá hubiera otra manera, otra solución. Pero no la había. No la tenía.
«Eres del norte, somos gente dura, gente de honor con quien lo merezca. Haz lo que tengas que hacer, cumple tus juramentos», susurró la voz de su abuelo en su cabeza.
«Sálvalos, cumple tu promesa para con ella».
Alzó su bastón y gritó a los vagabundos:
—¡Vamos! ¡Corred!
Así pues, los vagabundos atravesaron la puerta y abandonaron Kolwa, adentrándose en la oscuridad, dejando atrás una pequeña figura que lentamente fue engullida por la bruma.
Atravesaron a trompicones la pared de la montaña oculta tras la enorme cascada, ahora iluminada tenuemente por la niebla que los perseguía. En su ensordecedor rugido cabalgaban gritos, chillidos de agonía y dolor cargados de odio. Algunos se echaron las manos a las orejas, intentando ignorar la crueldad e ira del valle, y todos corrieron lo más deprisa posible para salir de aquel extraño túnel de agua y roca.
Una vez fuera, Ewan mantuvo su bastón en lo alto, iluminando la noche con su particular fulgor anaranjado. A su alrededor se reunieron los vagabundos, exhaustos y atormentados. Contó diez. Eran menos de la mitad de los que habían recogido en Kolwa.
—No vamos a ir por las laderas —explicó el norteño. Estaban demasiado fatigados, no podrían seguir la ruta que él había tomado para entrar al valle—. Nos adentraremos en el bosque de pinos. Tardaremos más en salir, pero quizás la espesura ralentice a lo que nos persigue.
Los cansados hombres asintieron con ganas, aferrándose a las indicaciones del único humano del grupo con las fuerzas suficientes para liderar.
—Seguidme.
Antes de ponerse en marcha. Cerró los ojos.
«Confía en el viento», había dicho Yebra. Bien. Confiaría.
Al principio no sucedió nada. Sentía la expectación y el nerviosismo creciendo en esos pobres desgraciados que tenían sus mermadas esperanzas puestas en él: acompasó su respiración para relajarse, y poco a poco, notó una ligerísima brisa que le rodeaba. Reaccionando a algo que desconocía, el brillo de su bastón ganó fuerza y el soplo de aire se internó alegremente dentro del bosque de negros pinos.
—Por ahí —señaló Ewan, apuntando con el bastón al finísimo camino de aire que solo él veía.
Avanzaron con sus últimas fuerzas hacia los árboles. El bosque de la montaña era sombrío de día, pero de noche era como caminar a ciegas. Las hojas de los árboles eran negras como el azabache, y los troncos de los pinos parecían calcinados y corroídos por algo. Aun así, crecían altos y anchos, muy juntos, apenas dejando espacio entre sí, lo justo para que pasara la penosa comitiva con Ewan a la cabeza.
La potente luz del bastón se veía ahogada por la opresiva negrura del frondoso bosque. Ni siquiera con ella podían ver más allá de sus propios pies. Tras unos minutos caminando, quizás horas, Ewan se atrevió a mirar atrás: el fulgor rojo había desaparecido.
—Vamos —susurró a sus compañeros de huida—, lo estamos consiguiendo.
Continuaron caminando sin decir una palabra, atentos a cualquier sonido, aunque había algo en ese bosque, como un muro de espeso silencio y ausencia total de ruido, antinatural. Parecía como caminar en un sueño. Ni siquiera escuchaba su propia respiración o el ruido de los hombres que lo seguían. Pese a ello continuaron avanzando.
La vista de nada servía ya dentro de la negrura, aunque en los límites de su visión, Ewan sentía algo que los observaba: ojos. Unos ojos inyectados en sangre, hambrientos, furiosos. Se acercaban murmurando y gruñendo por lo bajo, pero leves ráfagas de viento lo devolvían a los límites de su imaginación. No sabía si eso era producto de su desgastada mente o algo más, pero después de la experiencia en el pueblo tampoco quería arriesgarse, así que empleó el pavor que le provocaban esos ojos clavados en él para caminar con más energía.
Tras dos horas de marcha, los pinos comenzaron a espaciarse y el bosque se volvió menos frondoso. La pesadilla se acababa, por fin.
Ewan se detuvo.
—No puede ser.
Ante él, a cien pasos de distancia, una pared de bruma roja palpitaba con fuerza.
La opacidad y pesadez del bosque se evaporó, y una ola de sonido chocó contra ellos. Chillidos, gritos, aullidos. Dolor, muchísimo dolor. Ojos, miles de ojos como los que había visto antes flotaban entre la bruma; perforando la moral de los hombres, que se echaron al suelo con las manos sobre la cabeza y sollozando.
El único que permaneció de pie fue Ewan, demasiado cansado como para sentir nada, ni siquiera miedo. Su mente estaba embotada, indiferente ante la terrible bruma que avanzaba poco a poco hacia ellos. Ladeó la cabeza, observando como uno de los vagabundos se desvanecía lentamente y su esencia flotaba hacia la niebla.
«Ewan», parecía que Yebra le hablaba en su cabeza. Qué curioso.
«Ewan, muévete», volvió a decir la voz. ¿Moverse? Demasiado trabajo. Era mejor dejarse ir. Quizás fluir con esa bruma no era tan mala idea.
Una descarga le abrasó el pecho y dio un respingo: ese calor había salido de uno de sus bolsillos, donde la piedra verde de Yebra brillaba con intensidad.
«¡Vago! ¡Cabeza de chorlito!» —repitió Yebra en su mente—. «No he renunciado a mi cuerpo para que me dejes tirada en medio de un monte maldito. ¡Usa el viento!».
Ewan reaccionó, movido en parte por la voz de Yebra, en parte por el miedo que había vuelto a su cuerpo.
—Usar el viento…
No sabía usarlo, pero sí sabía que antes había respondido a la Antigua Magia de su bastón, así que lo aferró con ambas manos y volcó sus últimas energías en él.
Su estómago dio un vuelco y los pies se le hundieron en el suelo empujados por la presión. El brillo naranja de la madera pasó a un color azulado, y después a blanco, mientras un terrible silbido sonaba en sus oídos. Ahora sostenía una larga vara brillante como un pequeño sol.
La iracunda bruma avanzó más deprisa, como temiendo lo que podía llegar a suceder, y otro vagabundo se disolvió ante su intensidad.
«Ni uno más. Prometí ayudarles», pensó Ewan, furioso. Si no era capaz de salvar a esa gente, de cumplir su palabra con Yebra, no era nada. No era nadie.
Su cuerpo se tensó, agarrado por mil cables invisibles que intentaban tirar de él en todas las direcciones posibles, el silbido se hizo más agudo y la presión lo ancló aún más al suelo. El bastón ya no se distinguía entre el fulgor que surgía de sus manos, que iluminaba ahora incluso la espesa oscuridad del bosque.
Tan repentinamente como había llegado, el silbido desapareció, sustituido por un breve momento de calma. Ewan no escuchaba nada, ni siquiera el ruido de la bruma. Sentía su cuerpo listo, lleno de energía, preparado para dar rienda suelta al poder.
«¡Ahora!» exclamó Yebra en su mente.
Ewan dio un paso hacia delante con el bastón en lo alto, y un ensordecedor bramido lo barrió todo. La presión avanzó con él y un torrente de aire dividió la niebla por la mitad, rota por la fuerza de los vientos.
—¡Vamos! —gritó a los vagabundos intentando imponer su voz al ensordecedor rugido de viento—¡detrás de mí!
Los hombres se levantaron tambaleantes por la fuerza del aire, empujados por Ewan, que dirigía las corrientes con su bastón. Su capa flotaba tras él, así como su negro cabello alborotado, y en sus ojos grises la determinación del norte se estaba abriendo paso con un brillo que se igualaba al poder que sostenía entre sus manos.
«Esto es un Hablavientos» —rio Yebra, feliz—. «Este es tu poder, Ewan».
La bruma siseaba y chocaba violentamente contra el túnel de viento, intentando atravesarlo, colarse por alguna rendija. Ewan sentía todo el peso del mal que habitaba en esas tierras sobre él, opresivo, destructor, golpeando una y otra vez su defensa de aire. En ese momento, el norteño tuvo miedo: ante él, el bosque entero se había fundido con la bruma rojiza. Ahora podía ver el lago y el pueblo, con las aguas brillando con furia, un pozo bermejo iracundo y palpitante que expulsaba de su interior criaturas deformes, recubiertas de algas y que corrían enloquecidas y chillando hacia su posición para fundirse en las sombras y la niebla. Más allá, en las laderas de la montaña, esa misma neblina caía lentamente, espesa y perezosa, como lava, bañando todo el valle con su color enfermizo.
«Tenemos que salir de aquí. No hay poder en el mundo capaz de desterrar lo que sea que habita este lugar».
Moviéndose intuitivamente, sin pensar siquiera en lo que estaba haciendo, las manos de Ewan brillaron a medida que más y más viento reforzaba la protección y los empujaba a todos monte arriba; hasta que llegó el punto en el que salieron disparados, flotando en la poderosa corriente de aire, avanzando a una velocidad vertiginosa mientras los oscuros pinos y la niebla maldita se sucedían a ambos lados de su visión como borrones negros y rojos, que poco a poco se fueron quedando atrás. Furiosos y hambrientos, pero inofensivos. La pesadilla por fin se acababa. Tras unos minutos de viaje, la corriente comenzó a disminuir y los hombres fueron capaces de volver a caminar sobre sus propios pies.
Ewan cayó de rodillas, agotado, con todo el cuerpo dolorido e incapaz de entender todo lo que acababa de ocurrir, lo que acababa de hacer. Sin decir una palabra, los vagabundos lo levantaron, y entre todos lo ayudaron a avanzar. El peligro había pasado ya.
Amanecía. A sus pies, el bosque de pinos ocultaba los horrores que habían visto en su interior, y lejos quedaba ya la roja niebla sedienta de humanos. Desde allí, con la luz del sol naciente, se podía vislumbrar el lago en el fondo del valle, y sobre él una marabunta de cuerdas y tablones que se mecían suavemente. Allí descansaba Kolwa y sus habitantes, seres olvidados de tiempos olvidados, condenados por siempre a vagar por esas tierras; siempre hambrientos sin saberlo, un rebaño feroz guiados por dos pastores con lanzas que cargaban con toda la pena y la culpa, obligados por la voracidad de esa montaña maldita, de ese valle insaciable y antiguo como el mundo.
Ahora el cálido sol les calentaba la espalda, y Ewan tragó saliva, intentando decir algo al resto de supervivientes, pues también miraban al fondo del valle, pensativos. Estaban débiles y cansados, pero ahora sus ojos mostraban serenidad y paz.
Contempló meditabundo su bastón. Ya no brillaba. Volvía a ser una herramienta más de su eterno viaje por todos los rincones del continente. Que así fuera.
Algo palpitó en un bolsillo de su capa, y Ewan lo palpó, sacando una pequeña piedra verde. Una ligerísima sonrisa asomó en su cansado rostro.
—Tienes razón —murmuró para sí—. Nos queda mucho por ver. Muchas tierras y estrellas desconocidas.
Suspiró ruidosamente y se apoyó en el bastón. Dando la espalda al valle, el viajero caminó hasta desaparecer en el horizonte.

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