Cap.1

El rumor de la gente inundaba el claro donde estaba la cabaña. Era un claro cualquiera de un bosque cualquiera de Aramion, el gran continente al sur del mundo. Los árboles rodeaban casi en perfecta armonía el espacio, iluminado levemente por las lámparas que portaban algunas de las personas allí reunidas. Personas expectantes, tristes, que esperaban fuera de la cabaña con gesto compungido.
Las estrellas brillaban en el cielo en esa noche de verano, distantes y ajenas a todo lo terrenal, hermosos puntos de luz en un firmamento que parecía acoger a todos los presentes para consolarlos bajo su manto. Muchos de ellos lloraban, otros hablaban entre sí y reían con nostalgia. Otros guardaban silencio, taciturnos. Otros rezaban en voz baja aferrados a diferentes símbolos. Eran personas venidas de todos los rincones de Aramion: guerreras de Arquintia, piratas del norte, sabios impresores de los lejanos Campos de Trigo, hombres y mujeres con los trajes tradicionales de Edragu. Hasta había un Krunger un poco apartado del resto, recubierto de escamas negras y con la cola rematada en aguijón. Sus ojos rojos miraban hacia el suelo con pesar.
Normalmente la mitad de esas razas y personas intentarían discutir con la otra mitad. Pero hoy no. Hoy lloraban juntos, compartiendo vivencias y anécdotas del hombre que, dentro de la cabaña, moría.
Era una cabaña sencilla pero bien trabajada. La luz del hogar iluminaba las ventanas de la casa, toda ella de madera con un tejado de lustrosa caoba negra que se camuflaba con la oscuridad de la noche. Tenía una única puerta de entrada y sobre su marco había algo oculto tras un paño que suscitaba la curiosidad de todos los que habían ido a presentar sus respetos.
Al traspasar el umbral, se descubría una única y gran sala. En su centro, una hermosa chimenea de mármol blanco hacía brillar levemente las paredes, cubiertas de cientos de hojas, mapas y dibujos, como una jungla de papel y pergamino que envolvía la habitación. Ante la chimenea, una larga mesa de roble repleta de libros, unos abiertos, otros cerrados, esparcidos sobre toda la superficie y apilados en torres que llegaban al metro de altura. Tras la chimenea, en la parte más oscura de la habitación, había tres hombres a los pies de una cama.
El primero tenía la vista perdida en la pared de hojas y mapas y evitaba mirar hacia otro sitio que no fuera ese. El segundo estaba sentado en un taburete y sollozaba con la cabeza encogida entre los hombros. El último observaba meditabundo lo que flotaba sobre sus cabezas.
En la cama, había un anciano que murmuraba por lo bajo y mantenía su puño izquierdo apretado contra el pecho. Su cabello era gris y sus ojos también, aunque se estaban apagando. Miraba hacia arriba, donde un bastón viejo y ennegrecido por el tiempo se mantenía suspendido sobre la cama, levitando suavemente sin ninguna sujeción aparente.
El anciano se estaba muriendo y, mientras moría, recordaba.

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