Cap.2

El viajero llegó a lo alto del pico con los últimos rayos de sol y observó las tierras inferiores, entre los valles. Las cascadas caían con suavidad entre las montañas nevadas, como ríos de agua verticales que confluían hacia un mismo punto: el poblado. El último punto de civilización por visitar antes de Lo Desconocido.
Un frío viento sacudió su raída capa de viaje y le apartó la capucha de la cara. Un viento extraño, breve y fuerte, como la exhalación de un ser vivo. El viajero sonrió y asumió ese aire como una bienvenida al valle, así que comenzó su descenso hacia la aldea por la escarpada ladera de la montaña, sirviéndose de su bastón, que emitió un misterioso brillo anaranjado en la punta.
Según descendía, aquel viento juguetón se volvió peligroso e intentó tirarlo en más de una ocasión, ladino e impredecible, desapareciendo para volver a aparecer con vehemencia y sin previo aviso; haciéndole trastabillar en más de una ocasión, hasta llegar al punto en el que se planteó si merecía la pena el riesgo de bajar. Pero lo merecía. Siempre.
El viajero no cejó en su empeño, buscando caminos ocultos entre las rocas, senderos que abría intuitivamente con su bastón, donde se cobijaba hasta que los aires se detenían.
Ya cerca del pueblo, el viento cesó, y el viajero encontró varias escalas de madera ancladas con puntas de hierro a la roca, esparcidas por toda la ladera. Bajaban hasta la aldea. Escogió una que lo llevó hasta un camino empedrado al borde de un oscuro y denso bosque de pinos que descendía hasta casi la altura del poblado. Había algo solemne e inquietante en ese bosque. Al mirar hacia él, el frondoso follaje de los árboles impedía ver gran cosa, como si hubiesen puesto un muro de oscuridad. Siguiendo el camino que transcurría a su lado, atravesó la parte interior de una enorme cascada, cuyo rugido ensordecedor atronaba y silenciaba cualquier otro sonido. Cuando salió del muro de agua descubrió que el sendero se estrechaba, pegado a la pared rocosa de la montaña y dejando a la vista una aldea que flotaba en el aire, ingrávida, extendida sobre un enorme lago que bebía de todas las heladas aguas de la montaña.
El camino lo condujo hasta la entrada del pueblo: una tosca muralla de madera a la orilla del lago donde dos guardas lo esperaban con una sonrisa amistosa. Desde lo alto del muro, saludaron con entusiasmo.
—¡Hombre! Hacía tiempo que no venía nadie del exterior —dijo uno de ellos, bajo y barbudo, alzando el brazo.
Enseguida bajaron a recibirlo. Vestían simples petos de cuero y estaban armados con lanzas romas, descuidadas y antiguas. Pese a la muralla y las armas, esa gente no parecía saber luchar.
—Que las aguas os cuiden, extraños —dijo el viajero, moviendo dos dedos hacia su propia frente.
Los guardias le devolvieron el gesto, entusiasmados.
—¡Fíjate, Tet! Se sabe las fórmulas de respeto —exclamó el guardia bajito.
El otro soldado, Tet, hizo un ademán con la mano e invitó al extraño a entrar. Tenía la nariz puntiaguda y los ojos rasgados, y era casi tan alto como el viajero. Una característica sorprendente tan al sur del continente.
—Tradiciones antiguas que de nada sirven ya. Ven, amigo, cuéntanos noticias del exterior. Llevamos siglos sin saber nada del mundo tras las montañas.
Se adentraron tras la muralla, donde una pedregosa orilla marcaba los límites del lago. El viajero se sorprendió al descubrir árboles y vegetación salidos directamente de la piedra, en la pared de la montaña, extendiéndose en horizontal hasta casi tocar el agua y creando un techo esmeralda sobre sus cabezas. Aunque esto fuera una rareza, lo que más le impresionaba era cómo los lugareños habían conseguido extenderse sobre el agua: en la orilla estaban las chabolas y casas más antiguas, que aprovechando su proximidad al lago extendían desde sus techos centenares de escalas y cuerdas hasta el extremo opuesto de la montaña. A partir de este entramado para caminar sobre el agua, los aldeanos se las habían arreglado de algún modo para construir casas de madera sobre los tablones y las pasarelas, ocupando casi toda la superficie del lago y creando enrevesados caminos y callejuelas flotantes a diferentes niveles de altura por donde varias personas paseaban y charlaban con un equilibrio envidiable.
—Me llamo Pip —dijo el soldado barbudo, sacando de su asombro al extranjero—. Bienvenido a Kolwa. Déjanos guiarte.
Anochecía en el valle y el viajero observó fascinado y con curiosidad como a los lejos, en las montañas, pequeños y brillantes puntos de luz de un color rojo apagado comenzaban a destellar, rodeando el lago. El viento sopló con fuerza arrastrando un frío helado que recorrió su cuerpo, por lo que se arrebujó en su capa mientras caminaba tras los guardias. Ya les preguntaría más adelante por esas extrañas luces.
—Ah, el ladino viento de la montaña —comentó Tet, indiferente al frío—. Lleva años intentando echarnos de aquí. Sopla con odio, pero hicimos esta nuestra tierra, y ya nadie puede expulsarnos.
Subió a una de las escalas de las maltrechas casas de la orilla y se encaramó a su techo con Pip tras él. Ambos ayudaron a subir al viajero, que una vez arriba bufó divertido:
—Hablas del viento como si estuviera vivo.
Ambos soldados clavaron sus ojos sobre él, tensos y ceñudos, mostrando sorpresa e incomprensión.
—Vivos… —murmuró Tet para sí mismo. Agitó la cabeza, como desechando una idea estúpida y sonrió—no, no. Vivo no.
—Era una broma —repuso el viajero, alzando las manos—. Me llamo Ewan, por cierto.
Extendió una mano y los soldados se relajaron, y aunque no le devolvieron el apretón, repitieron el gesto de respeto que había hecho Ewan en la muralla.
—Un nombre de mar. Tiene sentido si has llegado hasta aquí. La sangre norteña es fuerte, ¿no crees, Pip?
—De Luy o Thalesse, diría yo. Mira esos ojos.
Ewan sonrió, aunque maldijo para sus adentros. Había caminado hasta convertir su ropa en harapos raídos, su pelo había crecido hasta los hombros y tenía una barba rala y oscura, pero aun así sus ojos grises lo delataban constantemente.
Tet se encogió de hombros.
—Como si eres del mismísimo centro de Zarkonia. Aquí todo el mundo es bienvenido. Vamos.

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