El viento sopló y el entramado se meció suavemente mientras la gente iba y venía sin apenas prestar atención al bamboleo. Cuando la corriente se detuvo, tras intentar varias veces mantenerse erguido en esa trampa inestable de cuerda y madera, Ewan decidió ser eficiente, poner a un lado su dignidad y pasear por el pueblo a gatas, mirando hacia arriba para guardar en su memoria los diferentes edificios y estructuras de Kolwa. Necesitaba una estabilidad y equilibrio que esas cuerdas no podían darle. De vez en cuando alguien pasaba a su lado y lo miraba sorprendido, pero pronto comprobó que la gente apenas reparaba en él; y le daba igual si lo hacían. Un juramento lo ataba: visitar, cartografiar y documentar todas las tierras de Aramion en un libro para la historia. Lo haría, aunque tuviese que ir a gatas por todo el pueblo.
Le sorprendió encontrarse con algún que otro vagabundo tirado entre las tablas. Había varios hechos un ovillo, con la ropa hecha trizas y la tez pálida, temblando y murmurando por lo bajo. Se descubrió a sí mismo encogiéndose de hombros, indiferente. Antes de salir de Thalesse la miseria de otros no le importaba demasiado, tan solo las de su pueblo, donde te enseñaban desde muy joven el peso y responsabilidad que suponía ayudar a los demás, especialmente si no eran del norte. Además, tras visitar medio continente se había endurecido. Los problemas se sucedían en todos los rincones, y él no era el indicado para ayudar a esa gente.
Después de un rato explorando el pueblo, decidió dejarse caer hasta unos tablones de los niveles inferiores cercanos al agua, pegados al muro de madera de una casa cuadrada y baja sin ventanas. Apoyó la espalda contra la pared y se sentó, decidido a disfrutar del calor termal mientras comía. Sacó de los bolsillos internos de su capa un trapo blanco que envolvía pan especiado y sabroso atún dorado. Especialidad de su tierra. La añoraba con toda su alma, pero no podía volver. Aún no. El camino de regreso al mar tendría que esperar. Todavía tenía demasiadas cosas que hacer
Mientras comía, contempló el pasear de la gente sobre él. Algunos continuaban con sus quehaceres, pero varios ya no hablaban entre sí y lo veían masticar desde los niveles superiores, muy serios y con los ojos muy abiertos.
«Mmm, pensó Ewan, tragando un poco de atún. Es probable que los esté ofendiendo».
Ewan dejó de comer. Sabía por experiencia que su falta de información sobre las tradiciones y costumbres sobre los pueblos que visitaba podía jugarle una mala pasada. Tendría que investigar más sobre sus hábitos y creencias.
Se encontraba relativamente cómodo y estable en ese pequeño punto de tablas sólido que había encontrado al borde del agua, en uno de los niveles más bajos, donde las cuerdas rozaban el lago y las casas parecían emerger del mismo.
Frente a él, en una postura similar a la suya, había un vagabundo apoyado sobre la pared de otra casa.
Ewan suspiró, apenado. Podía ignorar a la gente necesitada. Era una verdad dura y cruel que había descubierto en sí mismo. Aun así, comer delante de una de esas personas era demasiado insensible, incluso para un norteño como él.
«Ayuda a los tuyos, huye del resto». El lema de Thalesse resonó en su memoria, con la voz de su abuelo, el ser humano más duro y capaz que jamás había conocido. Por desgracia, él no era tan férreo como sus antepasados.
Avanzó torpemente hacia el mendigo, que resultó ser una pequeña chiquilla de pelo castaño y orejas de soplillo. Aferraba contra su pecho una roca que brillaba con luz verdosa.
Se sentó a su lado, mirando de reojo a la muchacha. Apenas se movió. Tenía la mirada dispersa, perdida en la lejanía. Pese al calor del agua, temblaba presa de un frío que Ewan no supo identificar. El norteño partió el pan y el pescado y se lo apoyó suavemente en la mano que tenía libre, pero la pequeña lo dejó caer con el brazo inerte. Ewan atrapó la comida antes de que se desperdiciara y la colocó pacientemente a un lado de la vagabunda. Ya comería.
Tras comprobar que no había ningún aldeano en los niveles cercanos, volvió a su comida mientras hablaba para llenar el silencio que había entre ambos:
—Menudo pueblo más extraño tenéis, ¿eh?
Silencio.
—He viajado por todo el continente, pero es la primera vez que visito un lugar en el que hace más calor por la noche que durante el día. ¡Y vaya plantas más raras!
Silencio.
Ewan dejó de comer, preocupado. ¿Estaría enferma? ¿Hablaría su idioma?
En las pasarelas superiores la gente iba y venía, ajena a ellos dos. El viajero lo intentó una vez más:
—No me esperaba ver a tanta gente viviendo aquí. Es impresionante ver como se desenvuelven por las cuerdas y escalas.
La vagabunda giró la cabeza bruscamente y miró a Ewan. Su tez pálida parecía brillar ante la luz bermeja que emitían las extrañas algas. Apretó el puño contra su pecho, protegiendo ese objeto misterioso que sujetaba, con los ojos abiertos de par en par. Parecía aterrada:
—¿Los ves? —dijo con un hilillo de voz. Alzó la cabeza, mirando hacia las escaleras y cuerdas, buscando algo—. ¿Aún puedes verlos?
Ewan ladeó la cabeza, sin comprender qué la asustaba tanto. Con cuidado, posó una mano en su hombro para tranquilizarla y la muchacha pareció calmarse. El viento volvió a soplar, revolviendo los cabellos castaños y ondulados de la chiquilla, que cerró los ojos y esbozó una repentina sonrisa, inspirando profundamente y disfrutando de la helada brisa.
—Me llamo Yebra —dijo, aún con los ojos cerrados.
—Ewan —respondió rápidamente el norteño, aliviado por tener un poco de conversación—. Vengo de más allá de las montañas. Estoy haciendo un libro sobre todos los rincones del continente—algo le impulsó a seguir hablando. Sin saber cómo, las palabras salieron de su boca—. Juré hacerlo.
Yebra volvió a abrir los ojos, visiblemente más relajada. Había en sus iris marrones una sabiduría que chocaba con su apariencia infantil:
—Juramentos y afán de conocimiento… cuéntame más sobre el exterior, Ewan de Más Allá.
Ewan obvió el extraño apodo, feliz por poder hablar de lo que más valoraba en la vida: —Verás, todo empezó cuando era pequeño y me escapaba de la aldea para explorar los alrededores. Mi abuelo siempre me daba unas tundas terribles cuando se enteraba, pero seguía haciéndolo. Me encantaba. Luego…
Hablaron durante gran parte de la noche. De su juramento, de los problemas de su familia y de su autoexilio de Thalesse. De sus viajes y los peligros que había vivido. Le habló incluso de cosas que no había pronunciado en voz alta jamás:
Hay una creencia en mi tierra sobre la muerte y la vuelta al mar de todos nosotros. La mayoría de ancianos vuelven a Thalesse antes de morir. Todos los caminos conducen a las aguas. Nuestras vidas son como esos caminos, ríos que avanzan con furia, se calman, y que muchas veces se tuercen —tragó saliva—. Desde pequeño me ha preocupado que yo no sea capaz de volver. Siempre lo pierdo de vista. Siempre le estoy dando la espalda.
Volverás, Ewan de Mas Allá —contestó con ternura Yebra—. Creo que no te será difícil encontrar el camino de regreso al mar. Estés donde estés. Por muchas veces que te pierdas.
Ewan la miró en silencio: había algo extraño en la forma de hablar de esa chiquilla, en la profundidad de sus ojos. En cómo quería contarle toda su vida.
Yebra asentía y atendía con voracidad a toda su verborrea, con una media sonrisa de emoción, deleitándose con las historias de Ewan, un Ewan que se sorprendió a sí mismo: era la primera vez desde que había huido del norte que le contaba toda su historia a alguien, y ni siquiera la conocía. Aun así, sentía una amistad latente entre ellos como con ninguna otra persona. Además, cuando perdió la timidez, la muchacha dio muestras de un gran sentido del humor y de la observación, e hizo reír al norteño en más de una ocasión con comentarios mordaces e irónicos sobre lo ridículo de sus viajes.
Jamás había visto a un norteño tan divertido —le dijo en una ocasión, riendo—. Estás constantemente contradiciéndote entre lo que quieres y lo que debes hacer. ¡Eres pura incoherencia!
Cuando la conversación se apagó, el sol ya estaba a punto de despuntar sobre las montañas, las algas volvieron a salir de las grietas para reclamar la luz del sol y la temperatura bajó. Ewan se arrebujó en su capa y se dedicó a bosquejar mentalmente un retrato del pueblo visto desde abajo, mientras cada vez más y más personas volvían a sus casas. Eran un pueblo fascinante. Seres ágiles y bailarines sobre cuerdas y tablones bamboleantes.
—Aún los ves, ¿verdad? —murmuró Yebra, más para sí misma que para él.
Ewan salió de su ensimismamiento. Otra vez esa pregunta.
—¿A qué te refieres?
Yebra se acurrucó junto a él, apoyando la cabeza en su hombro e ignorando la cuestión.
Ewan la arropó con la capa. Era tan pequeñita y parecía tan triste.
«Me he pasado toda la noche hablando de mí y no sé nada de ella. Maldito narcisista», pensó, maldiciendo sus modales.
—Yebra, ¿por qué estás aquí?
Ella apretó la mano en la que tenía aquel objeto misterioso contra su pecho. No lo había soltado en toda la noche y se había negado a decirle a Ewan qué era esa cosa que guardaba con tanto recelo.
—No tengo a dónde ir. Me escapé de casa y no puedo volver. Está demasiado lejos, y aquí puedo ayudar a otros errantes como yo —susurró.
—Los vagabundos del pueblo —dedujo Ewan.
Ella asintió.
—Podrías venir conmigo, Yebra. ¿Cómo es tu hogar? Quizás haya pasado por allí en mis viajes.
—Es un sitio sencillo —explicó ella—. Un pequeño pueblo al este del Bosque Axial.
«Vivíamos pegados junto a la gran cordillera de Zarkonia, rodeados por bosques y montañas. Un caudaloso río divide la mitad de la aldea. Es sagrado para nosotros, y todos los solsticios de invierno salimos a celebrar la llegada de la noche más oscura, sin encender ni una sola luz, observando las aguas, donde el reflejo de las estrellas brilla con más fuerza que nunca. Es un momento precioso y de unión con nuestros antepasados, pues la tradición dice..».
—Que al morir pasáis a formar parte del firmamento —interrumpió Ewan, boquiabierto—. Yebra, ¿eres del Pueblo Huido?
—No me suena ese nombre. Nosotros lo llamamos Erindor, que en la lengua común significa…
—Luz en la oscuridad —dijo Ewan, volviendo a cortar su frase—. Es un nombre que no se usa desde hace siglos.
El Pueblo Huido. Erindor. Uno de los mitos más grandes de los historiadores del continente. El pueblo que desaparecía y aparecía, maldito en la época de Las Guerras Desavenentes. El pueblo donde la Magia Antigua aún corría por las venas de sus descendientes. Bendito por unos dioses, condenado por otros.
Y Ewan estaba hablando con uno de sus miembros.
—Yebra —dijo con voz trémula—, ¿cuántos años tienes?
Ella le golpeó el hombro, molesta.
«La longevidad de mi pueblo no es relevante, pero ten en cuenta esto: te he revelado la ubicación de los míos. Aún no tienes los medios ni el poder para superar las barreras que franquean ese lugar, pero espero que algún día lo consigas, porque por todo lo que me has contado y tus ganas de recorrer el mundo, siento sin conocerte una gran amistad hacia ti. Valora este hecho, y haz las preguntas que tengas que hacer más adelante, cuando estés en el Pueblo Huido y hayas superado los desafíos para entrar en él».
El viajero calló, avergonzado, guardándose todas las preguntas que tenía menos una:
—¿Por qué confías en mí? Podría estar mintiéndote.
Yebra rio, divertida, como si hubiera dicho una estupidez.
—La amistad es un reflejo involuntario, algo digno de muy pocos. Como te he dicho, mi pueblo es longevo, y si algo hemos aprendido es a leer las intenciones de los hombres. Tú no eres malvado, Ewan de Más Allá. Tu pasado te pesa y arrastras las cargas como cualquier humano, con reservas y fatalismo. Pero eres una buena persona. Algo muy inusual en estos tiempos —calló y miró hacia el firmamento, donde los astros brillaban con fuerza en la última hora de la noche —. Hemos pasado demasiado tiempo anhelando las estrellas sin hacer caso de los problemas del continente, cuando en realidad, tarde o temprano todos acabaremos uniéndonos a ellas. Son hermosísimas, ¿no crees, Ewan?
Mientras decía esto último, Yebra se durmió, pálida y diminuta, arropada por el calor de la noche menguante y el bamboleo de los tablones. Con cuidado, Ewan se separó de ella y decidió dar una vuelta para conocer a los lugareños. Tenía demasiadas preguntas en su cabeza. Esa noche no conseguiría dormir. Se irguió, agarrándose a una de las cuerdas y avanzó con paso inseguro a los niveles superiores del entramado de Kolwa.
Cap.4
Marcar el Enlace permanente.