Cap.5

Por algún motivo, la gente del pueblo no establecía contacto visual con él. Caminaba torpemente sujeto a las cuerdas con una mano mientras se paraba a tomar notas, sacando papel, lápiz y todo tipo de utensilios de los benditos bolsillos de su maravillosa capa gris.
Ewan fue incapaz de hablar con los aldeanos, pues ni uno se paraba ante sus preguntas. Todos lo ignoraban, aunque al dejar a las personas a las que hablaba a su espalda sentía sus miradas clavadas en él.
«Tengo que preguntarle a Pip y Tet sobre esto, quizás les he ofendido con lo de la comida». Kolwa era sin duda un pueblo fascinante: pese a su aparente caos, todos los tablones y cuerdas confluían en la gran pasarela circular del centro del lago, donde las algas emitían calor y vapor, ocultas bajo el agua. Los Kolwerii habían conseguido extenderse también hacia arriba, trazando caminos en los tejados flotantes de las casas más cercanas al lago, usando el mismo método que conectaba el pueblo con los tejados de la orilla: cuerda y madera hasta la saciedad.
Intrigado por las casas flotantes, Ewan las bosquejó rápidamente en sus notas, pero el traicionero viento sopló y le arrancó el dibujo de sus manos. Corrió lo mejor que pudo hacia el trozo de papel que revoloteaba ante sus narices, meciéndose sobre sutiles corrientes de aire. Finalmente, se posó en un precario equilibrio sobre una de las pasarelas, justo en el umbral de una casa. Ewan se abalanzó hacia él, cayendo a trompicones sobre la hoja, ajeno a las miradas de la gente. Se puso en pie con dificultad y se quitó la suciedad que se había quedado prendida en su capa al tirarse al suelo. Contempló la casa ante él, pensativo.
«Supongo que no pasará nada por ver el interior de sus hogares. Este parece abandonado», pensó Ewan, dando un paso hacia la casa.
—¡Alto! —exclamó una voz tras él.
Ewan se detuvo, e incluso antes de darse la vuelta, supo que algo iba mal. Un picor en la nuca y un escalofrío en el cráneo que le gritaban que huyera. Aferró el bastón atado a su espalda, listo para defenderse.
Se giró y apuntó la vara hacia el desconocido, que brilló en su extremo con un fulgor anaranjado.
Enseguida la bajó:
Ante él, decenas de personas de todas las edades le rodeaban y observaban, impasibles.
Algunos le señalaban, otros hablaban, indiferentes, con la voz carente de pasión o ira:
—Alto.
—No.
—Fuera.
Ewan alzó las manos, inquieto. Sí que eran extraños los kolwerii.
—Lo siento amigos, no pretendía ofenderos. Soy extranjero y no conozco bien las tradiciones y normas de vuestro pueblo.
El círculo continuó cerrado sobre él. Parecían extrañados por el mero hecho de que Ewan pudiese hablar.
—Lo que quiero decir —continuó Ewan—, es que me esforzaré en aprender y respetar vuestras costumbres, así que no entraré en la casa. Agradecería que alguien me explicara algunas cuestiones que tengo sobre Kolwa.
Nada más mencionar que no entraría en la casa el círculo de gente se rompió, acompañado por el rumor de los aldeanos charlando entre sí, alegres y despreocupados, como si nada hubiese pasado.
Por desgracia, nadie se quedó para explicarle nada a Ewan.
—Pues muchas gracias por vuestra colaboración —murmuró, fastidiado.
Continuó su paseo por el pueblo y volvió a toparse con varios vagabundos similares a Yebra, más pálidos aún, con los que apenas se podía mantener una conversación. Algunos dormían, inmóviles y rígidos, pero con la respiración profunda y acompasada. Otros murmuraban entre dientes cosas sin sentido. El más cabal de ellos, un hombre calvo con largas greñas blancas por barba, le dijo su nombre:
—Josman. Sí, sí… soy Josman.
Ewan se sentó junto a él y le dio un poco de pan que el pobre devoró con avidez mientras se guardaba unas migajas entre la sucia manta marrón que tenía por vestimenta.
—¿Qué me puedes contar de este pueblo, Josman?
Los oscuros ojos del vagabundo se clavaron en él y esbozó una maliciosa sonrisa. Le faltaban varios dientes.
—ÑAM —gritó—. ÑAM, ÑAM, ÑAM.
—¿Quieres más comida? —interpretó Ewan.
—ÑAM —respondió el vagabundo, tirando los restos que había guardado al agua—. ÑAM, ÑAM, ÑAM.
Ewan se levantó, apenado.
—Supongo que no puedes decirme gran cosa.
Se alejó de allí, dejando a sus espaldas los extraños sonidos del demente.
Decidió caminar hacia la entrada del pueblo donde había conocido a Pip y Tet. Seguro que ellos le darían más respuestas sobre el poblado que sus extraños lugareños. El viento sopló y el viajero tosió con fuerza, sintiendo frío y fatiga. El día era mucho más fresco que la noche y él necesitaba unas buenas horas de sueño, pero aún no podía descansar.
Necesitaba acabar el trabajo.
Mientras caminaba de vuelta, constató que los kolwerii tenían normas muy estrictas sobre los viajeros. Por algún motivo nunca lo miraban a los ojos, y cuando lo hacían era de pasada y sentía sus miradas mucho tiempo después de haberlos dejado atrás. También se volvió a maravillar por la facilidad con la que se movían sobre el suelo bamboleante. Parecían pisar los tablones y cuerdas adecuadas para caminar como si el entramado fuese de sólida roca. Era fascinante.
Sumido como estaba en sus cavilaciones, llegó sin darse cuenta a la orilla, donde se encaramó a uno de los tejados de esas casas tan antiguas y olvidadas que servían ahora de plataformas para ir al pueblo. Una vez en tierra firme, bajó al suelo y se dirigió hacia la rústica muralla de madera. Con la llegada del sol y del amanecer, la vegetación rojiza emergió de las grietas a su alrededor, lista para alimentarse de la luz del nuevo día.
De repente, a Ewan le fallaron las piernas y tuvo que sacar el bastón para apoyarse en él. Una ola de cansancio recorrió su cuerpo y tuvo que aflojar el ritmo. Inspiró profundamente y retomó la senda hacia los guardias con paso tranquilo, observando el paisaje: desde la orilla, dejaba a la izquierda las aguas del lago y a la derecha la imponente pared de la montaña, repleta de grietas por donde los árboles crecían y se extendían, llenos de vida. Más allá del lago, en el horizonte, oscuras cumbres daban sombra al pueblo y sumían el entorno en una penumbra que el sol conseguía iluminar débilmente. Las laderas de la montaña tenían, aparte de las llamativas cascadas que confluían en el lago, densos bosques de pinos de un color verde tan apagado que parecían negros.
«Tengo que cartografiar este lugar. Sospecho que nadie lo ha hecho en cientos de años. Es un misterio», pensó para sí.
Llegó a la entrada del pueblo y efectivamente, allí estaban esos dos agradables guardias, contemplando con aburrimiento el pedregoso camino tras la cascada desde lo alto de la muralla.
—¡Hola! —saludó Ewan.
Ambos se giraron de sopetón, asustados por la voz de Ewan. Sonrieron aliviados al ver que era él.
—¡Ewan! Menos mal que estás bien —dijo Tet con voz urgente.
—¿Menos mal? ¿He corrido algún peligro del que no haya sido consciente?
—Te han visto con una mujer —declaró Pip a su espalda.
Ewan se sobresaltó y miró hacia atrás, hacia el guardia. ¿Cuándo se había movido hasta
allí?
Pip se acercó a él e hizo un ademán con la mano mientras con el otro sujetaba la lanza.
—Vamos, Tet, acompañemos a Ewan. Creo que iba a comprobar las dimensiones del lago.
Ewan lo miró con los ojos entornados. Se sentía tan cansado, tan agotado. ¿Cuándo les había dicho lo del lago?
El otro soldado bajó y comenzaron a caminar sobre la orilla rocosa, en silencio. Ewan se recuperó de su fatiga y caminó con más brío junto a los guardias, tomando notas y recogiendo muestras de piedras que guardaba en los múltiples bolsillos de su capa. Finalmente, Tet rompió el silencio:
—Esta noche estuviste hablando con una chiquilla —dijo el guardia, escrutando a Ewan con sus atentos ojos verdes—. ¿Notaste algo extraño?
Ewan recordó la conversación con Yebra, sus cálidas palabras, su historia. Lo único extraño había sido la gran amistad surgida tras unas pocas horas de conversación. Aunque sí que recordaba algo inusual:
—Estuvimos charlando sobre su hogar, de vez en cuando murmuraba algo sobre si veía algo o a alguien. Dijo que era…
Calló, dudando. Quizás no debería revelar el lugar de origen de la muchacha.
—Es del Pueblo Huido —contestó Pip, rascándose la barba.
Ewan dio un respingo. Ellos también lo sabían.
—Entiendo tu sorpresa —continuó Pip, malinterpretando el sobresalto de Ewan—. En otras circunstancias alguien de ese pueblo podría ser un tesoro de información para un trotamundos como tú, pero tenemos que prevenirte contra ella. Debes
alejarte.
Ewan abrió los ojos, sorprendido. ¿Prevenirle contra Yebra? Esa chiquilla no era un peligro para nadie. Sonrió para bromear sobre lo que el soldado acababa de decir, pero
Tet le cortó:
—Es un espectro, Ewan.
—Eso es… —la visión del viajero se nubló. Necesitaba una buena dosis de sueño— una tontería.
Tet movió la mano ante él, y Ewan siguió con esfuerzo su movimiento.
—Desde que la dejaste te sientes fatigado, ¿verdad?
Ewan titubeó, inseguro. Efectivamente, se sentía cansado, pero no tenía nada que ver con Yebra ¿o sí?
—¡Oh Dioses! Díselo ya, Tet. El crío tiene un bastón mágico. Podrá asumir la existencia de un fantasma —exclamó Pip, impaciente.
El soldado de corta estatura cambiaba el peso de su cuerpo de un pie a otro. Estaba inquieto.
Ewan retrocedió un par de pasos, alerta.
—¿Sabíais lo del bastón?
Ambos guardias asintieron.
—Para llegar a Kolwa necesitas algo más que fortuna. El viento intenta estrellarte contra la piedra, los senderos cambian y se transforman, y los bosques de pinos son tan frondosos que ningún hombre podría atravesarlo sin perderse.
—Además, esta zona es oscura incluso de día. Tu palo brillaba como un condenado faro —añadió Pip.
Ewan tragó saliva y observó a Tet, que le devolvía la mirada con preocupación sincera.
Pip también lo miraba, ceñudo, frotándose la barba con nerviosismo.
—Es una locura, pero creo que no me estáis mintiendo —dijo Ewan.
Respiró hondo y su respiración se entrecortó. Una violenta tos brotó de sus pulmones con y se vio obligado a encorvarse.
—Te está drenando, Ewan. Tu vida mengua mientras ella crece —susurró con voz queda Pip.
Ewan se irguió con esfuerzo. Yebra le estaba matando. Esa chiquilla adorable y tierna, esa mujer que sabía tantas cosas que él desconocía. Se irguió con esfuerzo, jadeando.
—Qué pasará cuando termine de… ¿cómo lo has llamado, drenarme?
—Podrá atacar a los aldeanos. —La voz de Tet denotaba terror—. Al hacerse visible, puede influir en nuestros cuerpos. No esperábamos que fueras capaz de verla. Por eso la gente te mira raro, Ewan. Te vieron hablando solo, compartiendo alimento con algo invisible. Ella lleva siglos esperando a que aparezca alguien como tú. ¿Has visto a los vagabundos? Son los viajeros que aún sin poder verla pudieron sentirla, escucharla. No consiguió drenarles, pero los enloqueció hasta volverlos dementes. Deberías esperar con nosotros unos días, aquí, en la entrada del pueblo. Cuanto más cerca estés de ella, antes te consumirá. Quizás estemos a tiempo de salvarte.
—¿Cómo sabéis todo eso?
Los guardias se miraron entre sí.
—Pasó una vez, antes de que nosotros naciéramos —admitió Pip a regañadientes—. Los ancestros de Tet y los míos propios son los guardianes de este lugar.
«Nuestros padres y los padres de nuestros padres contaban historias sobre una mujer que vivió durante las Guerras Desavenentes y que se negó a ocultarse junto al Pueblo Huido cuando estos decidieron desaparecer, así que la maldijeron y la anclaron a este lugar, mucho tiempo antes de que el pueblo fuera creado. Cuando los primeros hombres llegaron aquí para construir un hogar, uno de ellos, de voluntad fuerte y una pizca de magia corriendo por su sangre, fue capaz de ver a la mujer. Le engatusó como hizo contigo, y a los tres días murió, no sin antes avisar al resto de familias del peligro que emanaba de la criatura, ahora visible para todos. El espectro vagaba por la orilla, matando a hombres, mujeres y niños, camelándolos con dulces palabras.
Por suerte, tras algunas muertes decidieron huir, y después de varias semanas viviendo en la montaña, la fuerza del espectro menguó y se volvió a hacer invisible a los ojos de los vivos, incapaz de actuar contra ellos. Esta historia llegó hasta nosotros, pero incluso antes de los padres de nuestros padres se pensaba que era una leyenda popular de la tradición Kolwerii».
Ewan escuchó el relato atónito, pensando a partes iguales en la fantástica información que acababa de recibir para anotar y en el riesgo que corría su vida.
—Por eso es mejor que te quedes aquí, chico. Aún estás a tiempo —dijo Tet una vez Pip acabó de hablar.
—No pienso huir, —respondió Ewan—. Esto puede ser muy, muy interesante. La gente merece saber qué ocurre aquí.
«Maldito imbécil», pensó para sí. Le temblaban las piernas por el cansancio, pero también por miedo. «Maldito mil veces. Maldita mi curiosidad y maldito sea mi juramento». Ewan continuó caminando por la pedregosa orilla, encapuchado, reflexionando sobre las palabras de Pip y Tet. Se notaba fatigado, con dificultad para respirar y cada vez más y más cansado. Observó el lago, que desde su posición parecía dividir la montaña, oscura y sombría, repleta de esos extraños árboles que salían de la roca con su vegetación rojiza.
Se apartó de los guardias y cerró los ojos, buscando una solución. Según ellos, le quedaba poco tiempo. En unos días su cuerpo se consumiría, y el espectro volvería para atormentar a los aldeanos de Kolwa.
El viento helado volvió a soplar, pero esta vez le revitalizó, abriendo sus pulmones y permitiéndole inhalar y exhalar amplias bocanadas de aire.
«Desconfía» dijo alguien en su cabeza. ¿Alguien o él mismo? No podía pensar con claridad. No podía acabarse todo ahí, tenía muchos sitios a los que ir.
Asintió para sí mismo y tomó una decisión. Averiguaría qué estaba ocurriendo y huiría con la información. La suerte de los aldeanos no era su responsabilidad. Volvió hacia los guardias, que lo miraban pálidos con temor y reverencia.
—Eres el primer humano que viene desde hace años. Nadie ha sido capaz de verla —dijo Tet con voz queda.
—Es norteño, Tet… la sangre de allí es fuerte. Tendríamos que haberlo supuesto—susurró Pip—. Lo sentimos, Ewan.
Ewan se bajó la capucha y sacó su bastón.
—Volvamos al pueblo —dijo con los ojos fijos en la lejanía—. Tengo que hablar con ella.
Caminaron en silencio todo el trayecto hasta las casas de la orilla, como si fuera un funeral. Ewan avanzaba con paso torpe y cansado por delante de los dos guardias, que mostraban una actitud reverencial por la determinación del viajero. Finalmente, el norteño se subió a una de las casas para adentrarse en el pueblo, pero los soldados no le siguieron.
—Nosotros nos quedamos aquí —dijo Tet a sus espaldas.
—No queremos encontrarnos con el espectro —susurró Pip a modo de disculpa.

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